En plena forma. A sus 57 años, la profesora de ballet sudamericana hace gala de estar en una estupenda condición física | Josep Bagur Gomila

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La disciplina y la constancia son dos máximas en la carrera de esta profesora de danza, quien confiesa que después de diez años trabajando «como una hormiga» en su academia comienza a recoger las recompensas. Asegura Carmen Estela que «el ballet reúne todas las artes» y se siente orgullosa de ver cómo en el pueblo en el que vive, Ferreries, se han dado cuenta de para qué sirven sus enseñanzas.

¿En qué momento de su vida elige Menorca como destino?
— Fue una propuesta que tuvimos mi esposo y yo cuando trabajábamos para un empresa española de hostelería en Isla Margarita. Siempre había vivido en Caracas, pero nos trasladamos allí por cuestiones laborales, aunque también por el estilo de vida, por la tranquilidad, por salir de una gran ciudad. Llegamos a Isla Margarita en el 93. Yo en aquel momento había dejado el trabajo como docente de ballet clásico. Decidí probar a ver qué tal. Allí fue cuando empecé a entrar en el mundo de la animación hotelera.

Y se plantean saltar de una isla a otra en el Mediterráneo...
— Sí, a mi marido le ofrecen la posibilidad de venir a Menorca. Estuvimos cerca de un año pensándolo, sopesando los pros y los contras, porque había un charco inmenso de por medio y dejaba la familia atrás. Pero al final, tras 26 horas de vuelo, aterricé en Menorca.

¿Y cómo fue la sensación al llegar?
— Tenía muchas expectativas. Me considero una persona bastante adaptable, y sobre todo respeto mucho el lugar donde voy. La gente me hablaba en menorquín y yo sonreía, pero luego se daban cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por entender. Poco a poco me fui adaptando al sistema de vida, pero es muy complicado...

¿Por qué ?
— Porque el isleño de por sí, pero en todas las partes del mundo y no solo en Menorca, es muy cerrado, muy de lo suyo, le cuesta aceptar a la primera lo que viene de fuera.

¿El idioma fue una barrera?
— Fue una barrera relativa. En clase a los niños les cuesta más hablar en castellano, pero nos adaptamos. Hoy eso ya está totalmente superado, pero al principio sí que cuesta que la gente entienda que nos cuesta comprender. Y mira que hay cosas que se parecen mucho, pero lleva tiempo acostumbrar el oído...

¿Ahora habla menorquín?
— Me da mucha vergüenza.... Jo xerro molt be en menorquí... però me costa molt... (risas). Con los niños pequeños lo intento. Cuando les pregunto si me entienden y contestan que sí, me digo a mí misma, «menos mal».

Trabajar es la mejor forma de integrarse en una comunidad...
— Comencé trabajando en los tres hoteles que el grupo tenía en la Isla, y estuve dos años. Pero el trabajo de animación me resultó muy diferente, y más complicado de lo que estaba acostumbrada. Al final llegó un momento en el que dije «yo ya no quiero esto.».

Pero por aquel entonces ya daba clases de danza...
— Sí, lo compaginaba con el ballet, porque en el hotel solo se trabajaba medio año. Así que decidí introducirme dentro de los colegios para dar clases de ballet y bailes de salón.

Esa fue la semilla de su academia, la Escola de Dansa de Ferreries...
— Sí, la abrí en 2005. Este año cumplimos el décimo aniversario.

¿Cómo ha sido la experiencia?
— La realidad es que estoy muy contenta. Aunque es verdad que al principio la gente se lo tomaba como la típica actividad extraescolar, como un juego. Recuerdo que cuando hablé de la palabra disciplina se me echó todo el mundo encima, pero es necesaria. Los padres pagan para que sus hijos aprendan una actividad, y creo que a cambio esperan un resultado.

Repasemos un poco su carrera principal en el mundo del arte...
— Hay un background familiar muy grande, casi todos fueron artistas. Mi padre fue director de orquesta, músico, saxofonista; mi madre, pianista. Mi tío se casó con una cantante que era muy famosa en Venezuela, Elisa Soteldo, y ella, cuando yo tenía siete u ocho años, montó un coro en su casa con niños hijos de músicos y amigos. A raíz de ahí rodamos un programa piloto de televisión para el día de la madre y tuvo tanto éxito que quedó como programa semanal durante ocho años; el título era «Las voces blancas».

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Fue una estrella de televisión...
— Sí (ríe), me pedían autógrafos y todo. Estuve desde los 8 a los 16 años. Pero no se trataba solo de un programa de televisión en el que salíamos a cantar, ya que durante la semana teníamos clases de canto, solfeo, piano... Mi prima montó una escuela de ballet y comencé a compaginarlo todo. Durante ocho años mi vida fue eso, cantar, bailar... y eso fue lo que me hizo entender lo que es la disciplina. Si no estudias, no puedes llegar. Nadie regala nada. Las cosas te las tienes que merecer y te tienes que esforzar. Yo, condiciones físicas para el ballet clásico tenía pocas, pero las fui desarrollando y a los 17 años me gradué como bailarina. A mí me perfilaban más como maestra que como bailarina hasta que la escuela donde estudié, «Keyla Ermecheo» firmó el primer convenio con la Unión Soviética para poder traer un maestro de danza en 1980, Eric Volodin. Aquello cambió las reglas del juego.

De alguna forma fue una revolución...
— Sí. Porque Venezuela, que era un país tercermundista y todo lo que quieras pero con cinco compañías grandes de danza solo en Caracas, cambió por completo el sistema gracias al maestro. Recuerdo que él me dijo dos cosas: que lo tenía difícil, pero que podía bailar por mi carácter. Me inculcó el trabajo y el esfuerzo. Gracias a él pegué un gran sprint, tanto es así que llegué a ser solista de la compañía. Hay una cosa que me gusta mucho de mi trabajo y es crear, empezar de la nada y ver algo completo.

Y de ahí dio el paso al mundo de la animación...
— A los 24 años me que casé por primera vez, con un mallorquín; yo tengo una relación con España muy bestia: mi primer novio era de apellido Mallorca y era venezolano. A los 27 años me retiré del clásico y viví tres años en Mallorca durante dando clase en un gimnasio y en el Conservatorio de Palma. Pero volví a Venezuela y había un movimiento cultural espectacular. Me parecía que me estaba perdiendo algo grande, por lo que me quedé y aprendí muchísimo. Fueron unos años fantásticos de aprendizaje, y allí me reuní con mi segundo esposo, que había conocido en Mallorca.

Una vida de muchas idas y venidas, ¿ ha encontrado su lugar en el mundo?
— Yo creo que nunca sabemos dónde vamos a acabar. En principio estoy en Menorca y estoy encantada. Cuando llegué me recorrí la Isla antes de decidir dónde vivir. Y al final nos decantamos por Ferreries. Cuando me sentaba en la plaza y veía aquella movida de críos me decía «aquí mis hijos van a crecer increíble».

¿Se adaptaron bien?
— Eran pequeñitos, se adaptaron perfectamente. Sí se sienten menorquines, pero tienen esa otra parte de la familia que no ven, primos que no conocen...

¿Viajan mucho a Venezuela?
— Mi madre murió hace un año y medio y yo fui cuando empezó a enfermar hace ocho años, y dije que no volvía más...

¿Por?
— Porque es muy duro ver un país destruido, es muy duro ver a tu familia que a las siete de la tarde ya están metidos en la casa resguardados.

¿Tan peligroso es?
— Mucho. Hay una división del país muy grande. Los chavistas han creado un odio impresionante. La idea inicial de Chávez no me parecía mala; creo que debe haber una estructura social en la que gente que no tiene las mismas posibilidades tengan la oportunidad de crecer, pero eso no implica destruir; no le expropies una fábrica a una persona que ha trabajado toda su vida solo por ser extranjero. Han expropiado y luego nadie se ha hecho cargo.

¿Cómo ve el panorama tras la elecciones del pasado fin de semana?
— Empieza un momento muy complicado. Por un lado la alegría de ver la posibilidad del cambio, de volver a ser un país próspero, y por otro saber que Maduro no va a entregar el poder sin antes enfrentarse a la oposición. El hecho de que haya aceptado la derrota en un principio no significa que el cambio será pacífico, lo dudo y con todo el dolor. La oposición venezolana está llena de gente muy valiente que ha sido insultada y agredida físicamente dentro del mismo Congreso y han aguantado estoicamente toda esa terrible época de irrespeto y humillación hacia todos los venezolanos, donde por la inmensa corrupción chavista han llevado el país a la quiebra. Ahora les toca soportar el autoritarismo de Maduro y que les dejen trabajar por devolver la paz en mi país, pero lamentablemente pasarán años hasta poder ver de nuevo el maravilloso país que dejé en 1999.

¿Está tan desabastecido como leemos en las noticias?
— Bastante. Mi hermana me dijo el otro día que se está lavando el pelo con lavavajillas porque no hay champú. Usan bicarbonato, cuando lo tienen, como desodorante. Hacen trueques de alimentos... El problema es que se terminan acostumbrando a vivir así. No es desabastecido... es tremendamente desabastecido. Y lo que hay es carísimo Hay toda una mafia de reventa también.

Regresando a la Isla, ¿qué es lo que más le gusta de la vida aquí?
— La tranquilidad. Algo que a veces no se valora lo suficiente.

Y lo que menos...
— Que a veces cuesta mucho trabajo conseguir cosas. Lo que en otro sitio te tarda un día aquí implica una semana. Por ejemplo, para la danza casi todo lo tengo que comprar por internet. La Isla aísla. Y luego que hay unos medios de transporte nefastos. Cuando aún no tenía la nacionalidad me costaba una burrada salir de la Isla. Lo del residente comunitario es de hace un año...

Decía antes que «si paro, muero». ¿Algún proyecto nuevo?
— Uno muy importante, en el que ya estoy trabajando para 2017, un nuevo montaje de «Cascanueces» pero con orquesta. Ojalá que por entonces esté el Teatre des Born esté abierto.