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El agua se cuela en la planta baja del número 10 del Camí de Maó y el moho se comería las paredes del edificio, propiedad de CaixaBank, si no fuera por sus cuatro inquilinos ilegales. Así lo defiende Miguel Sánchez, de 45 años y padre de dos niñas, que ocupa un apartamento del primer piso desde hace un año y dos meses.

Mientras saca las llaves del bolsillo y abre la puerta de su hogar por primera vez a «Es Diari» afirma que él y quienes viven en los otros tres pisos ocupados ventilan, limpian la escalera y arreglaron algunas persianas, que volaron en un vendaval.«Todos los problemas vienen de gente de fuera», dice. El incendio de este lunes, «lo provocó una chica que se coló. Venía en un estado etílico sospechoso y montó un circo» con una vela que terminó incendiando uno de los áticos.

La joven consiguió la llave de un amigo, también okupa, al que ahora Miguel asegura «queremos echar». Ha puesto en peligro la delicada situación del resto de ocupantes. Según el okupa las empresas intermediarias de Servihabitat «nos habían dicho que podíamos quedarnos sin problema mientras no hubiera denuncias o escándalos», un trato verbal que ya no ve tan claro después del suceso.

Vivir en este edificio es la única posibilidad de este trabajador esporádico: «Comer es más importante que pagar un alquiler», que solo se podría permitir, afirma, si le concedieran la vivienda social que ha solicitado. En su casa actual tiene luz gracias a unas placas solares que ya estaban en el edificio, pero no agua corriente y las garrafas se acumulan en una pequeña entrada. Cocina con gas, recoge el agua de la fuente de Es Pins y para lavarse baja a menudo a unas duchas del puerto, que cuentan con agua caliente. A pesar de ello y de los problemas estructurales del edificio, Miguel es tajante: «Aquí vienen madres con niños, gente normal, no como en Degollador».

El número 61 de esa calle es conocida por otro incendio, que tuvo lugar el 28 de agosto. Sus dos okupas regulares, Ana Belén y Lidia, no disponen de agua ni luz. Conviven con heroinómanos que se refugian en los pisos sin cerrojo y los han desmontado por piezas: «Se llevaron los termos, la grifería y hasta han intentado quitar el cobre» de las viviendas, según Ana Belén. Ella les quiere atar en corto: «Deberían poner una narcosala, porque esto ya lo es», afirma, señalando las jeringuillas, latas de cerveza, botes de agua destilada y colillas esparcidas por el suelo de los pisos. Han puesto silicona para impedir el paso, pero aun así entran. «Es una pena», comentan, porque si no se hubiera llegado a este estado de dejadez «podrían haber hecho viviendas de alquiler social», como la que Ana Belén ha pedido en repetidas ocasiones. «Voy por la cuarta solicitud», declara. Mientras tanto la única forma de dormir tranquilas por las noches es poner trampas. Con unos hilos que cruzan la escalera «hacemos caer a los yonkies y así al menos nos enterarnos de cuando pasan».

El edificio de CaixaBank en el Camí de Maó está rodeado por casas en venta y los pocos vecinos no habían detectado incidentes hasta el lunes, «solo que a veces se veía rondar por ahí a la policía», comenta una dependienta de un comercio próximo. Los vecinos de Degollador 61 sí padecen las consecuencias de una convivencia problemática y daños en sus viviendas ante la que se sienten «impotentes».