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De esta gran base naval, una de las mayores del mundo, acaban de rescatar los norteamericanos a un veterano barco de asalto anfibio con 40 años de antigüedad en sus cuadernas, para dedicarlo como «base flotante desde la que llevar a a cabo apoyos de operaciones de retirada de minas y patrulla costera» en el estrecho de Ormuz.

Se trata del «USS PONCE», nombre que nos recuerda con nostalgia no sólo a la bella ciudad portorriqueña, sino al español que le dio nombre, el vallisoletano Juan Ponce de León.

Hace pocos años, otra reliquia naval, el portaaviones «Kitty Hawk», sirvió de plataforma desde la que se acometió la invasión de Iraq en 2001.

Norfolk, estado de Virginia, despliega su enorme base desde 1910 en la ensenada natural que forma la Bahía de Chesapeake en la costa atlántica americana.

Los «yankees» sólo conocieron dos guerras internas, la de Independencia y la de Secesión. Con la primera mandaron a los ingleses a sus islas, tras la segunda iniciaron su expansión. Al grito de Monroe «América para los americanos» le arrebataron medio millón de kilómetros cuadrados a México, a nosotros Cuba y Puerto Rico y como la consigna de Monroe era flexible, de paso las Filipinas, las Marianas, las Joló y un largo etcétera de islas del Pacífico. Luego supieron librar a su territorio de los dos grandes conflictos del siglo XX, y con indiscutible esfuerzo y sacrificio hicieron de su poderío naval –luego aeronaval– la base de su expansión. No en balde sus tierras están bañadas por dos océanos. El 11-S se revolvió contra ellos con sus propios medios y volvieron a salir buscando un «eje del mal» de muy difícil localización y neutralización.

Pero, cuando terminaba determinado período de expansión naval que coincidía con alguna guerra –especialmente la Segunda Mundial– ponían a buen recaudo y cuidado los barcos que no necesitaban. Podían aparecer nuevos conflictos –Corea–, podían venderse a un buen cliente o simplemente se podían ceder a un país amigo.

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De Norfolk salieron para puertos españoles, tras los Acuerdos de Cooperación firmados en 1953, numerosos barcos para nuestra Armada. Sirvan de muestra aquellos «cinco latinos» –Lepanto, Ferrándiz, Valdés, Alcalá Galiano y Jorge Juan– destructores de la clase «Fletcher» de los que EEUU había construido 175 unidades durante la Segunda Guerra Mundial. Formaron, hasta final de los ochenta, primero la 21 Escuadrilla de Destructores con base en Cartagena y luego fueron redistribuidos por Ferrol, Canarias y la propia Cartagena. México mantuvo hasta 2002 un destructor de esta clase –«Cuitlahuac»– que revendió a su vecino del norte como pieza de museo. ¡Qué pena que nos falte en casa esta sensibilidad! Mandamos al desguace sin más, trozos importantes de nuestra historia –ver el final del «Azor»– impregnados de una iconoclasta inconsciencia, quizás teñida también de cobardía.

En las páginas de la «Revista de Historia Naval» son frecuentes los testimonios de hombres de nuestra Armada que llegaban a Norfolk para hacerse cargo de un barco y con él, atravesar el Atlántico rumbo a alguno de nuestros puertos militares para que Bazán lo remodelase y rebautizase

Esta larga introducción está motivada por una razón, por una sencilla y humilde reflexión.

La crisis económica azota a nuestra Patria y exige recortes presupuestarios extraordinarios. Las Fuerzas Armadas son «fácil presa política» en estos casos. Gente disciplinada, callada, acatan las órdenes del Gobierno de turno aún sin comprender ni compartir sus decisiones. Y siempre hay un buen eco en la prensa y en la opinión pública cuando se reduce su presupuesto, se suprimen unidades y cuando –sobre todo– se eliminan generales y almirantes. Para la Administración económica estos no son más que un nivel 30 que no se consolida cuando pasan a la reserva o al retiro. Niveles 30, y además consolidados, bullen por los pasillos de muchos ministerios sin que nadie se fije en ellos. La tesis de que se reducen unidades para que las que resten sean mejores es bien conocida. Por supuesto todos queremos unidades eficaces.

Pero son tiempos de prudencia, de ponderación ¡Cuánto se arrepintió Atenas de destruir sus murallas! Nuestra propia Santa Teresa, que además de santa era un general con mando en plaza, invitaba a no cambiar los muebles en época de tribulaciones.

¡Cuidado con desmantelar! Una orden ministerial es cuestión de días. Rehacer una Unidad, dotarla de espíritu, conjunción y eficacia es cuestión de años. Faltó poco para que unos iletrados suprimiesen de un plumazo a uno de los Regimientos más antiguos de Europa: el Soria 9. De su espíritu, de su solera, de su historia de sacrificios salen personas como el teniente Gras, el que tras perder una pierna en Afganistán, declaró sentirse aliviado cuando supo que toda la tripulación de su vehículo estaba fuera de peligro.

«Metamos los barcos en Norfolk» y esperemos que escampe el temporal. No vayamos a arrepentirnos dentro de poco.

Artículo publicado en "La Razón" el 22 de febrero de 2012