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Los ancianos, que llevan mucho más tiempo que nosotros en esto de la vida, la recuerdan nítidamente. Cuentan que cuando Francisca Amor nació, le tomó prestado el blanco de su piel a las casitas del poblado de pescadores de Binibèquer. Un blanco puro que se iba tostando poco a poco al sol, a fuego lento, y que la cubría de un fino manto color miel que saciaba la vista y agrietaba al corazón.

Con el ir y venir del tiempo, Francisca se pasó a llamar Kika, na Kika Amor. Un embrollo de rizos y simpatía que correteaba de aquí para allá sin que hubiera muchacho que la cortejara. Kika era muy suya, pero a la vez muy de todos. Le robó, con la pillería que le falta a los adultos, el brillo a las estrellas para utilizarlo en defensa propia en ese par de ojazos que invitaban a morir de amor. Como en las novelas.

Cuando cabalgaba a lomos de la tontería que se apodera de nosotros entre los 'diecimuchos' y los 'veintipocos', el sol la pilló in fraganti en un amanecer cargado de placer sin pasión, de caricias sin reembolso. En una playa cualquiera y en los brazos de un Don Juan de plastilina. Hipotecó, con intereses al tonto por cien, un 'te quiero' correspondido con un 'lo sé' áspero y sincero en la voz de un tipo duro, de un tal Juan Pistolas, que la abandonó en la cuneta de sus sueños.
Se recuperó, a golpe de trago y sábana. Visitó tantas camas que se olvidó del amor y de la fantasía, y cayó en un espiral de sudor y perfume barato. Coleccionaba lingotazos de whisky y aguardiente que le calmaban las ideas y le destrozaban el hígado.

Las rosas, cuando se descuidan, se marchitan con una facilidad pasmosa. Y Kika Amor no fue la excepción. El tiempo, caprichoso artista, le dibujó en el rostro todas y cada una de las líneas de la vida, machacándole esas mejillas que antaño habían cobijado a cuanto marinero de barra de bar se lo proponía.

Atardeció en su vida, hace ya unos días. Su pulso firme dejó paso a un tembleque tedioso e irreparable que impide que na Kika reconozca sus propias manos. Pero no se me preocupe, amigo lector, que nuestra protagonista sigue dando guerra. Búsquela, porque quizás exista, en alguna urbanización. En algún cuento de amor olvidado.

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dgelabertpetrus@gmail.com