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Los sueños son un viaje al pasado en el que no hay impedimentos. Quien no lo sepa rendirá sufrimientos. Aquella tarde fui a la gallera. Había sido buena y afuera se oía fiesta y se olía a ron. Entré y todo el mundo apostaba. En un rincón había dos gallos, uno casi muerto y lo cuidaba una mujer. Me extrañó, porque era raro ver a una mujer en la gallera. En un arcón vi espetones y bolsas para llevarse a los gallos, y a aquel que se le estaba yendo la vida. La gente jugaba y los que no podían miraban. Pero aquella tarde todo el mundo apostaba. Junto a la gallera había una carretera que iba a ninguna parte, y una iglesia. De estilo colonial, hecha de madera con campanario, espadaña y altillo, sacristía y bancos, y un refectorio con dos candelabros y prendidos para la memoria de los santos... Había llegado a la gallera por La Mata de Santa Cruz. Los hombres iban armados y dejaban sus pistolas en la puerta por si la violencia subía a las gradas. El coso era de arena y estaba manchado. Pregunté: ¿llegué tarde? Y me dijeron: "ya ha habido gallos". Perderse una pelea era perderse demasiado. Recordé cómo las vacas habían entorpecido mi camino y el vaquero aunque las azuzaba no adelantaban. Desde el auto las podía ver cansadas y como el asfalto reverberaba y emulaba la falsa ilusión de ver una carretera fundirse en el horizonte. Recuerdos que eran semilla del tiempo. En la gallera hubo una pelea, la tercera, y la gente desapareció. Me refiero a las buenas maneras. Un gallo agujereó el tímpano del otro y éste le brincó el ojo. Citó a la muerte y esperó, y la gente también y vieron cómo el ojo iba suelto y el gallo daba vueltas sobre sí y al final caía muerto. El público gritó y la algarabía me demostró que todos habían apostado al mismo gallo. El juez pagó a todos. Yo había pasado la mañana en la bahía del Buen Hombre donde el cielo era azul y comparable a la paleta de Van Gogh. La naturaleza tenía ese apogeo y la ausencia de gentes hizo que la bahía me pareciera maravillosa. Llevaba un tiempo pasando hambre y calamidades; y un par de atracos y lesiones.... En la iglesia había una vieja que desgranaba cuencas de un rosario, de manos arrugadas que parecían vísceras de vaca. Alcé los ojos y miré a lo lejos y vi cómo el rosetón hacía las veces de entrada de luz y percha de jilgueros, y buscaban el origen del tiempo. Sus patas dejaban caer viruta de madera cuando sobrevolaban. Llegó la sexta pelea, una gran contienda. El gallo marrón cayó y perdí. Salí. Afuera el aire recorría los predios y envolvía los campos y vestía de calcetín. Busqué en mis bolsillos dinero y apenas me quedaba. A lo lejos divisé a un grupo de caballos con jinetes de fusta y pistola, y un perro que les seguía y evitaba las patadas del último. Iban cabizbajos y con el trote fino y las crines a los lados y se dirigían a las cercanas dehesas en donde esperarían las yeguas. En la grupa del tercero había un chivo muerto, seguramente para festejar la cena. Los vi alejarse. Me saludaron y el perro recibió el abaniqueo de la cola de uno de ellos por ir oliendo al chivo. Se iniciaba la séptima pelea cuando entré y los gallos se enzarzaron en un duro acto y con esfuerzo llevaron a auparse sobre sus pechos y desplegar sus alas y buscarse con el hierro. Eran experimentados y no quisieron morir en el ruedo. El juez los levantó y decretó combate necio. Hubo desencanto y la gente aprovechó para tomar ron. Yo tenía hambre y miedo y un futuro incierto y nada que hacer y calor y desconcierto... Más allá de la iglesia había un maizal con cabaña y fogata en la que se cocinaba auyama. Las llamas iluminaban el rostro de un hombre que me hizo pensar que a través de los actos los hombres conocemos a nuestros hermanos. Sentimientos y cantos que son valores del tiempo. Sin comprensión el silencio domina al cerebro. La octava pelea trajo una conciencia antisocial. El público se alborotó porque un gallo hirió, persiguió y remató al otro y el juez no lo paró. Dejó que lo humillara picoteándole la cara. La gente protestó, pero el juez iba ebrio y no se inmutó y anunció la novena pelea; que era la gran pelea. La gente se animó. El gallo era el que tenía más fama del Departamento; el rey de las galleras. Había luchado en veinte de ellas y triunfado y tenía docenas de gallinas a su huevera. Y veinte gallos muertos, aparte de los que habían sucumbido en los entrenamientos. Luego de verlo lo vi largo, potente, experto. Serio, seguro, seco. Trajeron al otro, pequeño, resuelto. Tres peleas; sin apenas miedo. Durante el combate la voluntad del campeón dominó y el nuevo le rehuyó en una clara conciencia de luna. Su excelencia en la oscuridad era manifiesta. Se protegió de los focos girando en redondo. Intuyó el cielo a través de un boquete en el techo y se le plantó. El otro se despistó. El nuevo lo esperó y dominó, y después de un salto, un posterior lance y un aleteo exagerado recogió alas y se dejó caer. Alargó la pata hacia arriba y se vio ésta con la cuchilla ensangrentada. Tremenda berrinchera en la gallera. Ansia de fortuna que no consiguió la gente. El juez entendió que la herida no tenía contestación y la ira del gallo campeón se recrudeció. Pero tras una vuelta y una sorpresa y un agudo dolor de ojos y cabeza bajo el lomo el gallo cayó. La gente calló y el otro cacareó. Todo el mundo se equivocó; todo el mundo apostó, todo el mundo se alarmó; y yo fui el único que lo hizo a gallo perdedor. Me gané una fortuna. Y la rabia de la gente. Pero no éramos gallos de pelea. Por delante tenía un futuro menos incierto.