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Noventa y cinco acusados están sentados en lo que yo diría que más que un banquillo, en una bancada como el personal de un patio de butacas ante una obra de teatro para la que ya no quedasen entradas, sólo que para el caso ellos son los autores de la metástasis del trinque urbanístico.

El macro juicio del llamado caso Malaya, uno de los más vergonzosos episodios de la corrupción urbanística de nuestra democracia, ha reunido, agavillados, a una nutrida representación del "dios nos ponga donde haya, que de trincar ya nos cuidaremos nosotros". Gente con escasa vergüenza, o con ninguna, enfangados presuntamente en el hediondo cenagal del blanqueo de dinero negro, la malversación de fondos públicos al por mayor, el cohecho y cómo no, la prevaricación, que como ustedes se darán cuenta son los mismos pecados con distintos pecadores de los que han vendido su dignidad al diablo por enriquecerse a costa de los demás, enmierdándose sin pudor, granujas de muy variado pelaje y condición, no importándoles dejar el Ayuntamiento de Marbella apeado por sus presuntas fechorías de Excmo. Ayuntamiento para ser, por culpa de estos caraduras, una "cueva de Ali Baba del siglo XXI". Gracias también, y hay que decirlo, a la omisión de unos poderes públicos aletargados, inanes y por ello también deberían de tener su carga culpativa por unos hechos que llevaban años de continuo choriceo a costa de la ciudadanía, sin haberles puesto coto de inmediato. Y todo ello gracias al cargo público que alguno de los 95 acusados ostentaba, cargo que en mala hora la ciudadanía les confirió, confiándoles el funcionamiento y gestión propia de una alcaldía.

No saben lo que me cuesta tener que decir una y otra vez lo de presuntos a esta gente, presuntos malhechores que ni siquiera sienten que la vergüenza les abandona cuando ven incrementar su patrimonio obscenamente a sabiendas que es a costa de aquellos que les votaron.

No puede extrañar que la ciudadanía esté harta de tanto político trincón. Más les valdría que se preocupasen ante la frustración que ocasionan al votante, con el que está claro que sólo cuentan para obtener los votos que les supondrá el ansiado cargo público primero, y luego ya todo lo demás les viene como consecuencia: un buen salario, comilonas, pagadas naturalmente, viajes, también pagados, regalos a cambio de dios sabe qué y otras prebendas. Y en algunos casos, como los que ahora se empiezan a juzgar en la corrupción Malaya, la oportunidad de enriquecerse y de enriquecerse mucho. Por si todo fuera poco, luego, a esta pandilla, no le duelen prendas con brear al votante a impuestos.

Hay una hartura generalizada ante tanto "presunto", ante tanto Exmo/ma que luego no resultan ser otra cosa que vulgares chorizos, desasistidos de la más elemental vergüenza, cuando no miserables personajes que tienen la desfachatez de ir a la televisión a contar cobrando las mezquindades de sus trapicheos a costa del ciudadano, a costa de dejar muy mal parada la democracia, a costa de la pérdida de credibilidad del votante hacia el político, haciendo uso y abuso de ese cajón de sastre de la libertad de expresión y de la libertad de información, dos posturas públicas que la ley permite en ese ejercicio de querer, con algunas leyes, ser más permisibles que nadie, por más que sea evidente que lo que la ley permite puede rechazarlo la moral más elemental o debería, si es que aún no tenemos la moralidad empuercada en el muladar de un modernismo que no sabe a dónde va.

¿Qué ejemplo es el que dan estos tristes personajes del caso Malaya a nuestra juventud? Gentes a las que debería caérseles la cara de vergüenza. Ir a la TV a contar lo que cuentan como si fuera una hazaña, cuando no es más que un montón de mierda, con el aplauso añadido de un público al que a lo mejor le dan un bocadillo por asistir. ¡Y esas televisiones!, nutriéndose de una audiencia que hacen morbosa, de una audiencia cómplice de la existencia de programas tan cercanos a lo mezquino, por decirlo suavemente.

Chorizos y mangantes que han aparecido como aparecen los hongos en otoño. Estos arropados con la capa de la democracia que ellos y ellas mancillan sin pudor. ¡Y esas leyes!, tan poco temidas por esta cofradía del dinero ajeno del que se enriquecen obscenamente. Leyes que les juzgan, con un poquitín de suerte les condenan, entendiendo que aquí también es verdad que siempre "son más los amenazados que los ajusticiados". Están un tiempo en la cárcel, normalmente poco, pero el que están lo están alimentados por el mismo heraldo público del que se enriquecieron y más pronto que tarde vuelven a la calle, a sus cuidados, sin devolver ni un euro de los miles, incluso de los millones, que robaron o se apropiaron de manera fraudulenta.

Y al día siguiente de salir del trullo, bien vestidos o bien vestidas, a un plató de una televisión de dudosos escrúpulos, a seguir contando sus pecaminosas hazañas, y ahí un público atontolinado aplaudirá cualquier pueril ocurrencia, mientras el ciudadano honrado se pregunta por qué a él le han puesto una multa por no llevar puesto el cinturón de seguridad, o le ha penalizado hacienda porque se le pasó declarar aquellos seis mil euros de una herencia al fallecimiento de su abuela, o porque se le pasó por alto pagar al ayuntamiento el impuesto de aparcamiento, mientras esta pandilla, herederos aventajados de aquellos que con un calañés por montera y una navaja en la mugrienta faja, se ganaban jugándose la pellica un mendrugo de pan por Sierra Morena. Estos salen de chirona, ya digo, los pocos que entran, cumplida una pena ridícula, para ir con un billete de primera en el primer avión que les deja a las puertas de un paraíso fiscal donde tienen a buen recaudo la fortuna que amasaron cuando eran, sin merecerlo, excelentísimos/as, mientras a los ciudadanos normales se nos queda la cara como bobos ante semejantes espectáculos que sólo podemos entender como surrealistas porque de entenderlos de otra manera ya sería para mear y no echar gota.