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Menorca y Eivissa, que tantas orfandades y olvidos de la Administración centralista han padecido a lo largo de su historia, comparten también un mismo historial de agravios en el transporte aéreo. Las servidumbres del libre mercado y la incompetencia de los sucesivos responsables políticos nos mantienen a merced de las compañías aéreas, como verdaderos rehenes de sus programaciones caprichosas, sus horarios insultantes y sus precios abusivos.

El avión es el medio de transporte que emplea el 90 por ciento de los viajeros que entran o salen de nuestras islas, de modo que las comunicaciones aéreas constituyen un servicio público esencial para los residentes al margen de que exista o no una norma legal que así lo declare. La cantidad y la calidad de nuestro transporte aéreo condicionan la libertad de desplazamiento de los residentes, lastran su economía doméstica, influyen en nuestra capacidad colectiva para desarrollarnos y prosperar, nos hacen atractivos o inaccesibles para nuestros potenciales visitantes y, en último término, pueden impulsar o hundir las economías insulares. Sin embargo, el Ministerio de Fomento se niega en redondo a declarar los vuelos entre la Península, Eivissa y Menorca como obligación de servicio público, escudándose en los variados inconvenientes que puede acarrear esta medida. Y es verdad que entraña riesgos ciertos, como hemos comprobado en los vuelos interinsulares, pero no creo que ninguna de las eventuales desventajas sea más importante que los graves perjuicios que la situación actual ocasiona a los residentes en nuestras islas. Fomento se limita a dejarnos a expensas de las aerolíneas y del mercado. Pura incapacidad. Ya sabemos que no es una tarea fácil, pero los poderes públicos están ahí para resolver los problemas y no para cruzarse de brazos ante la dificultad del reto.

La verdadera causa de la cerrazón del Gobierno es que no quiere poner más dinero para financiar el transporte aéreo con las islas, bonificado ya con un 50 por ciento de descuento para los residentes. Como casi siempre, en el fondo subyace una cuestión económica, pero también de imaginación y de (in)capacidad política para lograr que las compañías aéreas que quieren exprimir el apetecible mercado cautivo de los territorios insulares tengan que asumir también algunos compromisos para operar en ellos.

Hoy por hoy, la declaración de servicio público que reclaman infructuosamente el Govern, los consells y muchas otras entidades y organizaciones cívicas es la única forma de garantizar unos trayectos mínimos y unas frecuencias suficientes que se adapten a las necesidades de los usuarios y no sólo a las conveniencias de las aerolíneas, esas empresas privadas que poseen la alarmante capacidad de convertir las islas en ratoneras. No tiene sentido que el Gobierno considere indispensable asegurar una oferta mínima de vuelos y plazas, a un precio limitado, entre Mallorca y las islas menores y que no reconozca que esa misma necesidad existe también en los trayectos entre Menorca o Eivissa y los principales aeropuertos peninsulares.

La obligación de servicio público que necesitan nuestras islas tendría que incluir en todo caso un requisito fundamental que se soslayó deliberadamente en los vuelos interinsulares: unas tarifas reducidas, en las que no prevalezca el criterio de hacer rentables los vuelos, sino la exigencia social de un transporte aéreo asequible para quienes no disponemos de las carreteras o del tren como medios alternativos para viajar. Si convenimos que es el Estado el que ha de compensar los sobrecostes de la insularidad habrá de ser el Estado –y no los usuarios- el que asuma el obligado sobreprecio que tienen que afrontar una parte de sus ciudadanos para desplazarse. Ya hemos visto que el paulatino y bienintencionado aumento en el descuento de residente no basta, porque a cada incremento de la bonificación ha seguido invariablemente un aumento de tarifas por parte de las compañías aéreas, que exprimen tanto las líneas insulares que algunos vuelos regulares con Menorca o Eivissa son hasta un 80 por ciento más caros por kilómetro recorrido que en la Península. Una desproporción escandalosa, injustificada e inaceptable.

El negocio de las aerolíneas ha sufrido grandes cambios en poco tiempo por efecto de la liberalización del mercado, el florecimiento de las compañías de bajo coste o la eliminación de muchas funciones de gestión e intermediación con el pasajero que ahora se tramitan automáticamente a través de Internet; la inmensa mayoría de los usuarios están dispuestos a sacrificar algunos niveles de calidad en el servicio que prestan las compañías a cambio de volar por un precio más económico, pero en muchos casos las tarifas reducidas que tanto se promocionan acaban disparándose desmesuradamente en los momentos de mayor demanda, dependiendo del día y la hora del vuelo o por efecto de algunos complementos añadidos de manera casi furtiva para encarecer el billete. En nuestras islas, sobre todo en invierno, hay además preocupantes síntomas de concertación entre aerolíneas para explotar el mercado insular, de modo que el régimen de competencia se antoja como una simple ficción.

La única herramienta no intervencionista de la que dispone el Gobierno para reconducir esta situación es sacar a concurso las líneas y la programación mínima que desea garantizar, a cambio de una compensación económica que haga atractiva la oferta para las compañías y que no penalice a los pasajeros con tarifas exageradamente altas. Se trata de fijar un precio político justo para los residentes y de que el Estado abone la diferencia con el coste real del vuelo para compensar la falta de otras posibilidades de desplazamiento que proporciona la gestión pública en el territorio peninsular. Mientras no se haga así, el transporte aéreo seguirá siendo una carga más para la insularidad y una asignatura pendiente para nuestros gobernantes.