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Por los rastrillos itinerantes de la España del mercadeo, las marquesas desocupadas del todo a 100 mercan "el tres cuartos" de piel de conejo o de gato, reconvertido por el atajo de la falsificación en un visonazo de los de tomar el té de las cinco de la tarde en la Gran Vía. ¡Qué nivel Maribel! Na, de trapillo, una que lo vale.

Un servidor de ustedes un día le pidió a Dios que me diera un alma viajera o quizá todo venga en concluir que tenemos "culo de mal asiento". El caso, para que ustedes entiendan, es que no paramos quietos, de tal suerte que tengo paseados un sinfín de rastros, rastrillos o mercadillos. Algunos recuerdo con cuatro puestos y los puestos con casi nada, un cuadro que pintó un particular, un calderillo que un día lució su reluciente cobre y ahora, con el abandono y fatigado de tanto llevar en su panza el ajetreo de guisos en los fogones, cuesta saber de qué metal era su madre. Un par de azadas desertoras por defunción de las manos encallecidas de un asalariado que murió después de haber nacido solo para trabajar la tierra que no era suya. Una caja de cartón con botones de bragueta; una guerrera o chaqueta militar con una sola hombrera a la que aún le queda la huella de las tres estrellas de cinco puntas de un capitán africanista, y en el pecho, por donde el corazón se cobija, el boquete ensangrentado de la daga de un rifeño que defendía su tierra del invasor.

Una anciana desdentada espera, con sus manos huesudas y artrósicas, que alguno de los que pasamos ante su puesto le compremos alguna miseria de las miserias que vende, porque por ahí andamos algunos que aún nos enamoramos de legañas.

En Santa Pola (Alicante), tan a la mano de la isla pirata de Tabarca, ponen, cuando lo ponen, un rastrillo que es como un bazar de Estambul al aire libre, buenos puestos con frutos de la huerta levantina. Mis amigos los gitanos con algún tenderete de antigüedades donde, sin orden ni concierto, siempre encuentro las huellas de otra forma de vida, testimonios de la cotidiana supervivencia del utillaje doméstico de nuestros abuelos o bisabuelos. Utensilios que a veces compro solo para oír a María: José…José… ¡pero José!, ¿dónde piensas poner eso que solo Dios sabe quien lo ha tocado?, y además, ¿pero tú sabes qué cosa es eso? Sí…María, sí… y además de saber lo que es sé para que servía.

¿Pero tú te has visto como tienes tu despacho? Bueno, tu despacho y el resto de la casa, que esto ya es un apéndice del rastro, me dice María, y yo creo que con razón. Pero sigo haciendo como aquellos gorriones de la era, que se vuelven sordos a las voces de "l'amo", que después de vocearlos, cuando gira la espalda, vuelven agavillados en bandada para seguir llenando el buche de trigo.

Recuerdo que en Londres estuve en un rastro que si no hubiera sido por la lengua de Shakespeare, me habría costado poco trabajo creerme que estaba en el rastro madrileño. Aquel día merqué una sopera de porcelana inglesa que sigo presumiendo auténtica en sus orígenes y antigüedad. El caso es que auténtica o no, aquella noche soñé que la sopera era una sopera mágica, donde solo había que poner agua y el agua se convertía en una exquisita sopa con tropezones de pechuga de faisán y palominos. La mañana que compré la sopera mágica, estuve en la National Gallery viendo pintura con mi sopera bajo el brazo y María, aún con morros, no me alivió la visita. ¡Qué vergüenza! A mí es que me pinchan y no me sale sangre, decía. Y añadía: si alguno de los vigilantes me pregunta si vamos juntos, diré que no te conozco. Y yo, con la sopera bajo el brazo, venga de ver pintura, ya digo, como lo gorriones en la era.