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Cada año, hacia abril o mayo, no importa en qué lugar del mundo esté viviendo, empiezo a sentir nostalgia de Menorca. A partir de esas fechas, la isla empieza a venirme a la mente. Es algo que tengo comprobado regularmente en todos los lugares en los que he vivido.

Me ha ocurrido en el ajetreo de Madrid, pero también en un Kuwait más bien aburrido y abrasado por el sol. Al principio lo asocié a la primavera y sus alteraciones, hasta que me pasó en Santiago de Chile, donde el tiempo está invertido y el otoño despunta cuando en el norte es primavera. Después lo vine a corroborar en Manhattan, por esas fechas aún puede caer alguna nevada de las que llaman tardías.

Con el tiempo, he comprendido que forma parte de mi forma de ser y en el fondo, sé que me va a seguir pasando. Pudiera pensarse que el cuerpo acusa el cansancio del trabajo, anhela las vacaciones y teniendo en cuenta que vuelvo a la isla todos los años religiosamente, se produce una especie de efecto Pavlov. Algo así como la salivación que padecen algunos madrileños cuando reservan apartamento en Benidorm o a ciertos catalanes al recordar el último verano en Cambrils. Puede ser, aunque tengo mis dudas.

Me parece que es algo más. Son como ráfagas de nostalgia que le asaltan a uno en los momentos más inesperados, le arrastran y le dejan absorto, recordando, de pronto y sin saber por qué, la luz casi perfecta de la isla, evocando sus sonidos familiares, rememorando sabores que le acompañan desde hace mucho tiempo y sintiendo olores viejos que siempre terminan por llevarle a la infancia.

Hoy he sentido esa nostalgia punzante por los paisajes de mi niñez entre retama seca, pinos batidos por el viento y geranios contra muros de cal blanca. Aceite de oliva friendo en cocinas, sal en la boca al salir del mar, días enteros de playa, tortilla de patata y filete empanado. Tal vez la añoranza de Menorca no sea sino un afán por regresar a la infancia, una especie de desolación ante lo perdido que ya nunca volverá.

Y es que la infancia es un lugar del alma, algo así como la patria para los emigrantes. La perdimos para siempre, pero la conservamos en el recuerdo con la esperanza de poder regresar a lo que fuimos y ya no seremos más. Pero también es fuente de consuelo, porque nos hace recordar que hubo un tiempo en que no sabíamos mentir, porque éramos libres. Una época en la que fuimos buenos y nuestra mirada era transparente. En realidad, de niños éramos profundamente auténticos y sobre todo, felices. Sin saberlo y sin buscarlo, impúdicamente felices, como seres sin remordimiento, dudas o nostalgia. Como nunca volveremos a serlo.

Ya tengo ganas de llegar.