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En los viajes de Benedicto XVI no suele faltar un tema que aborda bajo distintos aspectos: el fundamento de los derechos humanos, la libertad religiosa, la paz. La libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los católicos: pertenece a todos los pueblos de la Tierra. Es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre. Como dijo Juan Pablo II, es un "indicador para verificar el respeto de todos los demás derechos humanos". Un requisito para la paz.

La libertad religiosa no se agota en la simple dimensión individual, sino que se realiza en la propia comunidad y en la sociedad. De ahí que nuestra Constitución de 1978 reconozca ese principio y lo asuma en el ordenamiento de la convivencia política de los españoles.

Es innegable la aportación que las comunidades religiosas dan a la sociedad. Baste recordar lo que Cáritas hace todos los días para asistir a los más necesitados de nuestra sociedad.
Más importante aún en el pensamiento de Benedicto XVI es la contribución ética de la religión en el ámbito político. Defender la paz, el derecho a la vida, el matrimonio, la libertad de enseñanza, el valor del trabajo, la necesidad de los principios éticos en economía… es defender la sociedad misma frente a la barbarie y la tiranía. Por tanto no se debería marginar la religión, sino considerarla como una aportación válida para la promoción del bien común. El desprecio a la religión católica no conduce a ningún progreso social ni político. El ateísmo histérico no educa.

En esta perspectiva, el Papa menciona con frecuencia la dimensión religiosa de la cultura, que a lo largo de los siglos se ha forjado gracias a la contribución de la religión. Esa dimensión no constituye de ninguna manera una discriminación para los que no participan de la creencia, sino que más bien refuerza la cohesión social, la integración y la solidaridad.

El Papa nos recuerda que el fanatismo, el fundamentalismo y las prácticas contrarias a la dignidad humana, nunca se pueden justificar y mucho menos si se realizan en nombre de la religión. La verdad no se impone con la violencia sino por "la fuerza de la misma verdad". La verdad vence con la persuasión.

No se ha de olvidar que el fundamentalismo religioso y el laicismo son formas extremas de rechazo del legítimo pluralismo y del principio de laicidad.

También la sociedad, nos recuerda el Papa en sus viajes, debe vivir y organizarse de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia. Por eso, las leyes y las instituciones de una sociedad no se pueden configurar ignorando la dimensión religiosa de los ciudadanos. En el mundo político parece que solo cuenta el juego de mayorías y minorías, con la búsqueda de un consenso que permita aprobar unas leyes. Pero Benedicto XVI recuerda que hay unas reglas éticas que son anteriores y superiores a la vida política, y que la democracia se debilita cuando las ignora.

La experiencia de estos años es bien elocuente: no se puede legislar contra el bien común. Debilitar la familia es disolver la democracia.

La dimensión pública de la religión ha de ser siempre reconocida, respetando la laicidad positiva de las instituciones estatales. Para dicho fin, es fundamental un sano diálogo entre las instituciones civiles y las religiosas para el desarrollo integral de la persona humana y la armonía de la sociedad.

El Papa ha lamentado las sofisticadas formas de hostilidad contra la religión. Así ocurre en España cuando se reniega de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos. Son actitudes que fomentan a menudo el odio y el prejuicio, y no coinciden con una visión serena y equilibrada del pluralismo y la laicidad de las instituciones, además del riesgo para las nuevas generaciones de perder el contacto con el precioso patrimonio espiritual de nuestra historia.

No es de extrañar que un hombre como Benedicto XVI, capaz de detectar los males e infortunios del mundo actual con tanta precisión, genere tanto recelo y concite algunos odios. Las críticas tan injustas que estamos escuchando solo muestran el estado de ánimo casi paranoico o enfermizo de quienes realizan los ataques. Se puede no estar de acuerdo con el Papa, pero no es bueno que el desacuerdo esté infectado de odio.

La tercera visita a España de Benedicto XVI es más bien una invitación para reconciliarnos con nuestras propias raíces cristianas, fundamentales para comprender el papel que hemos tenido, que tenemos y que queremos tener en la historia.