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El mes de agosto sigue avanzando, se desliza lentamente entre fiestas patronales y playas atestadas, entre noches de insomnio y coches de alquiler. Es una agonía bañada en sudor cuyo fin, afortunadamente, ya se divisa al final del túnel.

Quizá a algunos les parezca una descripción poco ajustada a la realidad pero, arriesgándome a ser abucheada, seguiré defendiendo la llegada de septiembre.

El mes de las fiestas de la Mare de Déu de Gràcia, de la vuelta al cole, de las rebecas vespertinas y de los baños solitarios en calas por fin vacías. Septiembre es tranquilidad, es silencio, es alivio. Las playas vuelven a ser cómodas, las carreteras se tornan transitables y la ciudad retoma la rutina. Los aparatos de aire acondicionado se relajan, las sábanas reclaman su lugar y los abrazos pueden por fin transpirar. No negaré que el verano es divertido, la fiesta y la playa son el pan de cada día, el moreno embellece los cuerpos, pero cuando prefieres ir a trabajar para huir del bochorno y sumergirte en un ambiente artificial, algo esta fallando.

Yo, definitivamente, soy de septiembre.