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No se ve la luz al final del túnel de la crisis en la que estamos inmersos. A la vista de los datos que se van conociendo se confirma que la morosidad y el endeudamiento eran el pan nuestro de cada día de la gestión presupuestaria de la Administración. Lo que analistas y órganos de fiscalización venían denunciando hace tiempo ante el desinterés de la ciudadanía, se traduce ahora en déficit galopante, falta de liquidez y necesidad de recortes. Los mercados -ese ente omnipotente y omnipresente en la vida diaria de un tiempo a esta parte- y la tiranía de las promesas electorales aprietan y asistimos impotentes a la avalancha de medidas que pretenden reconducir la situación. Ayer fueron los interinos, hoy es el personal de apoyo en las "escoletes", mañana quién sabe. La conciencia de que las cosas han de cambiar está clara. Se echa en falta, sin embargo, la planificación a la hora de abordar los cambios. No se está haciendo el esfuerzo de consensuar dónde, cuándo y cuánto hay que recortar y las prisas acabarán pasando cuentas en forma de fractura social, pues nadie va a aceptar pacíficamente el desaguisado que se anticipa en sanidad, educación y servicios sociales mientras se auxilia al sector financiero sin ningún tipo de exigencia ni control.