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Para mí tengo el otoño como la mejor estación del año, por más que este otoño actual, al menos en el centro de la península, parece que al cielo le hayan puesto "dodotis", no cae ni gota desde hace meses. Mucho me temo que donde este micólogo suele ir a buscar "esclata-sangs", no saldrán ni "pebrades".

Se nota la falta de humedad en el color de las hojas de los árboles caducifolios. La gama de ocres está este año descolorida; el manto vegetal que tapiza en los otoños normales el suelo del sotobosque tiene un color desvaído, fatigado, como falsificado por un otoño que se resiste a ser otoñal.

Estas son las horas que a mediados de octubre, aún no ha venido ningún "rupit" –petirrojo– a visitarme. Tampoco he visto las grullas volando en ángulo, donde siempre habrá alguna que deje sentir su característica voz, cosa que hacen para, en sus emigraciones, mantener el grupo cohesionado.

De los dos nogales que tengo, el "viejo" me ha vuelto a dar un cubo de nueces que estos días he recogido. Me vienen muy a propósito ahora que los que saben de estas cosas afirman que debemos comer todos los días dos o tres nueces.

Me han invitado a una montería "de mucho ringo rango", de esas que van los cazadores con corbata. Yo siempre tuve más vecindad con los podenqueros de estas cacerías que con los señoritos de la corbata.

Me entusiasman las primeras veladas otoñales, al calor y al olor de los primeros troncos de encina chisporroteando en la chimenea. Ver con tranquilidad las cintas de vídeo últimas que grabé en el Parque Nacional de Doñana, saboreando casi indolentemente un viejo coñac al que me da tanta pereza llamarle brandy.

Entre los árboles que tengo, quizá el más apreciado sea un madroño, un "arboç" que me da muy buenas "arboces" que pongo luego dentro de una botella de boca ancha y las cubro con orujo. Al final del invierno están a punto para poderlas comer, aunque las buenas serán las del año anterior.

En otoño es cuando suelo comer más de restaurante y más de cuchara, aparte de ser cuando retomo mi fidelidad por los asados de esta bendita archidiócesis culinaria del centro de la península: pan de hogaza castellana, cochinillo de no más de tres kilos o sustituyéndolo por un par de paletillas de lechal o un cuarto de cabrito como lo preparan en Jadraque, un vino de buena cuna, un sí es no es de ensalada, habiendo principiado con cuatro "esclata-sangs torrats" o unas mollejillas con un par de dientes de ajo en láminas, haciéndoles fiesta. Luego un postre que no empalague, una cosa casera. Si tiene cuna en algún obrador monjil, mejor que mejor para al final distraer una agradable sobremesa con un buen destilado. A veces elijo el grappa. Mi favorito es un grappa di Ramandolo servido en copa helada o un coñac sin aditivos de caramelo ni excesiva acumulación de taninos. Y si la cosa viene apurada, un armañac francés.

El otoño tiene para mí sólo un inconveniente, no sabe uno qué ropa ponerse porque lo mismo luce el sol de San Martín, aquel que madura membrillos, y va y lo hace con calores del mes de agosto, que amanece dios con una cellisca de mil demonios propia del mes de enero. Por lo demás me parece una estación preciosa.

La caída de la hoja en estas fechas no es otra cosa que la alopecia de la botánica caducifolia, que se repite todos los otoños para poner finos a los poetas sobre todo aquellos poetas antiguos que trabajaban la métrica de la palabra, y no estos de ahora que le dicen poesía a los que yo tengo dudas que lo sea pues les da lo mimos que lo mismo les da cómo empieza o acaba cada estrofa, salvo honrosas excepciones.

El otoño, sobre todo al principio de la estación, hace años que me convirtió en un viajero compulsivo. Octubre es un mes para viajar pues no encuentro la aglomeración de personal del verano. Los parques de las capitales europeas están saturados de colores otoñales. Es la paleta de pintura que el otoño nos regala.

La gastronomía recupera su trono, su no va más en los platos de caza. Hoy por hoy, quizás sean estas las últimas carnes tan naturales como las disfrutaron aquellos gastrónomos de nuestros ancestros. Las primeras becadas ("cegues") son un regalo en la mesa otoñal. Y si al lado nos han puesto una bandeja con "esclata-sangs", una fiesta, un dar gracias a Dios y una reverencia obligada ante las manos que hayan preparado estos manjares.