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Hay dos motivos que me inducen a tratar hoy en este espacio asuntos triviales edulcorados además con un talante cordial.

El primer motivo nace de la satisfacción que me produce, como a cualquier contribuyente en su sano juicio, la cercanía de la declaración de la renta de las personas que (a pesar de gozar de un componente psíquico no desdeñable) llamamos físicas cuando nos referimos a ellas a efectos de que aflojen la "mosqui". Y este sentimiento positivo se desprende de que ardo en deseos de contribuir con mi modesta aportación a tantos y tan bellos desafíos que tiene planteada nuestra modélica sociedad. En realidad mi satisfacción podría ser mayor en caso de que fuera posible asignar mi óbolo a un apartado concreto de los presupuestos generales del Estado. Pueden imaginar los que me conocen y los que leen esta columna con alguna asiduidad (contando con que exista tal categoría de individuos) que en ese caso elegiría o bien alguna partida relacionada con las dietas de los senadores o quizás prefiriera que mi dinero se dedicase a nutrir de fondos a cualquiera de las diputaciones que adornan nuestro paisaje a semejanza (aunque en mayor número) de los toros de Osborne. Claro está que tampoco haría ascos, en caso de que estas partidas estuvieran ya cubiertas por otros donantes, a que se financiase con mis dineros alguna estilizada escultura en cualquiera de nuestros aeropuertos peatonales o contribuir a la exigente economía doméstica de alguno de los cientos de brillantes asesores de libre designación que mantenemos con orgullo.

El segundo motivo de mi talante festivo lo justifica el hecho de que una reciente visita a la Maremma toscana me ha mantenido tan alejado de la actualidad como enfrascado en la degustación de pulpo, y por tanto no me atrevo a tocar ningún tema serio por temor a que acontecimientos graves por mi ignorados me situaran directamente en el terreno de las inconveniencias, tales como mencionar la soga en casa del ahorcado o a Dumbo en casa regia.

Dicho esto, me doy cuenta de que he agotado gran parte del espacio de que dispongo en esta columna y aún no he dicho una palabra sobre el tema que pienso abordar, que no es otro que una entrevista que realicé, hace ya algún tiempo, a mi amigo Paco, conocido ya por muchos de ustedes y reconocido en el ambiente científico como el profesor Franz Rodel.

El impulso de entrevistar a tan entrañable personaje nació de la lectura por mera casualidad de una reseña bibliográfica encontrada en una revista hojeada distraídamente durante la espera de turno en una peluquería. El artículo, ilustrado con una fotografía de mi amigo (que fue lo que en principio llamó mi atención) rezaba así:

"El profesor de etología aplicada Franz Rodel (La Guindalera 1956) ha consagrado sus mejores años al estudio de los bonobos. En sus aún inéditas memorias escribe: "Llegué a estudiarlos tan de cerca que acabaron tomándome por uno de los suyos. Aquella experiencia me cambió la vida". Por desgracia también le cambió la conducta, lo que le valió el alejamiento de la comunidad científica y podría explicar que su innegable talento no haya recibido el debido reconocimiento. Ni ningún otro, la verdad sea dicha. Es autor entre otras obras de la memorable trilogía "El vicio de Onán entre los bonobos: Teoría y praxis", "Priapismo bonólico, ¿mito o realidad?" y "Orgullo bonobo (confesiones íntimas)".

"En el proceso de divergencia evolutiva los bonobos tomaron el camino de la felicidad. Nosotros el de la estupidez. Y estos caminos no tienen vuelta atrás" (Franz Rodel, "Memorias")

Esta última e incontestable sentencia del profesor me remitió de inmediato (como sucediera a Proust con su madalena, salvando por supuesto las distancias) a escenas por mi presenciadas durante la campaña electoral, que en aquellas fechas se desarrollaba con la más absoluta desfachatez y falta de tino en las comunidades de Asturias y Andalucía. Inmediatamente me propuse realizar una entrevista a mi querido amigo, y a tal efecto le solicité una cita para compartir mesa y mantel en algún figón de su elección.

Mientras me acercaba al punto de la cita comencé a sospechar (debido al aspecto polvoriento del camino que el GPS me invitaba a seguir), que posiblemente lo de compartir "mantel" iba a quedar en frase hecha. Llegué al rato a un caserío tan viejo como el cerro que coronaba, dominando uno y otro el curso del Jarama. Me detuve (por fuerza) en la explanada al centro del poblado, ante unas mesas de tan incierta procedencia como las sillas cojas y el par de sombrillas descoloridas con que se engalanaban. Sobre el dintel de una puerta un letrero de cartón confirmó mis temores: "Albatros Team". El GPS no estaba pues averiado. Nada más descender del coche me vi envuelto en un potente tufo a dudosas gambas instaladas en una indescriptible parrilla sobre unas brasas demasiado cercanas quizás a dos gitanos que en ese momento se afanaban en sus chatarras con un soplete. Era mediodía. No necesité entrar, le vi allí plantado ante la puerta.- "Estaba orinando cuando he sentido el coche y he supuesto que eras tú", me espetó risueño.
(Continuará)