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Con los recortes se empezaron a dibujar líneas rojas, trazos bermellones que indicaban donde no podía alcanzar la austeridad, fronteras imaginarias que se han ido vulnerando con excusas pero sin pudor ni la más mínima correspondencia con lo prometido en el mercadeo electoral. Pero hay otras líneas rojas particulares, de cada uno, patrones de comportamiento que considera intolerables, a los que uno nunca cree que se debería llegar. A fuerza de crisis y crispación, hemos visto la utilización de la feísima fórmula del toque de queda para neutralizar unas manifestaciones menos problemáticas que una celebración de la Champions, hemos visto a una presidenta de Comunidad Autónoma reclamando medidas drásticas en el caso de que sean abucheados (no agredidos ni zarandeados) los símbolos de la patria en un intento ruin de que queden anuladas sensibilidades identitarias que existen aunque a uno no le gusten, y a una legión de efectivos de las fuerzas de seguridad del Estado multiplicándose con severidad para alejar a unos manifestantes, sin más peligro que un insulto ni más armas que una pancarta de dimensiones moderadas, de un acto de lucimiento personal de la ministra y el correspondiente peloteo de los afines locales. Hay que preservar con ahínco y contundencia la integridad física de nuestros representantes, pero exagerar los riesgos para justificar la represión a lo que simplemente es incómodo supone cruzar una línea roja, y de las gordas.