1979. Patio del Cementerio mahonés. Araceli Saura Crespo, sosteniendo entre sus brazos a su nieto Miguel Ángel Petrus Jordá. Observados por Perla, "sa cussa de sa família") foto cedida por Mari Jordá

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Todo llega en esta vida, a veces cuesta más de lo deseado alcanzar un deseo.

Hacía tiempo que el señor de la finca me había pedido conocer de prop a mi amiga, ella tal vez se resistía por estas cosas, malos entendidos, o qué sé yo, los humanos en ocasiones llegamos a ser, tan papalmencs. Pero por fin di la cosa por hecha. Y todo, empezó así:

Bajo los viejos ullastres, los que ya la habían cobijado en otras ocasiones, les esperaban deseosos de darles la bienvenida. Como es costumbre, l'amo Xec, montó la mesa, la adecuada. En la cueva, la que hace las veces de trastero, donde se encuentra el carro, viejos utensilios de las matanzas ya en desuso, cabrestes, cestos y panes, arrimados a la pared, varias tablas para diferentes comensales, una de redonda para seis, otra de diez, e incluso la de treinta, de ser más, se recurre a hacer viejos trucos que se esconden a la perfección con cubrecamas de hilo que pertenecieron a ses ties fadrines.

Llegó la noche, diferentes puntos de luz, distribuidos por aquí y por allá, antorchas y en el centro una mampara de grandes proporciones del siglo XVIII. Se supone que alumbró en un palacio mallorquín, obsequio de mis amigos Elvira y Fernando Sintes, El primer economista que tuvo la isla.

Cuantos conocen a la del talaiot de Trepucó, saben de su obsesión a la hora de parar taula. Un mantel de hilo con el borde de vainica, sin un bordado, ni puntada de color alguno, sencillo pero bien almidonado. En el centro, la tetera de la Cartuja de Sevilla, procedente de un reparto, de estos que se suelen hacer después de una defunción, tanto para unos y cuatro trastos para los otros. Su porcelana confirma ser de s'any de sa picor. No obstante, es una maravilla, la hice servir de florero. Por ventura los rosales con abundantes rosas. Un ramo exquisito, con un toque de sobriedad, sinónimo de elegancia.

Pasamos una noche feliz, sin una brizna de aire, quedando al despedirnos que se iba a repetir. No habían transcurrido diez lunas, y de nuevo sentados bajo los ullastres, la reunión algo singular, un desayuno como dicen algunos de trabajo. Según Praxèdies, merendar, mientras se goza de grata compañía, una charla gratificante, un ambiente apropiado, no debería decirse feiner, si no placentero. Trabajo es lo que conlleva arar la tierra, separar el trigo de las malas hierbas en la era, sembrar cap per avall ofreciendo el cuerpo a ras de tierra. Segar, regar haciendo conducir el agua por las viejas canales, transportar la comida a las pocilgas intentando engordar a los marranos. Conducir el ganado entre la lluvia y fuertes vendavales. Elaborar queso en las frías mañanas y noches de invierno, mientras los sabañones duelen y molestan a la sufridora de turno. ¿Pero desayunar a la sombra? ¡Por favor! esto no es trabajar. Debería considerarse, acto relajante. Esteríem bons.

Todo a punto, afuera, un humeante aroma de café, recordando aquellos años de niñez al paso por la calle Nueva, en que Domingo, padre de Antonio Pons de la Rosabel, y su cafetera Expres.

Algo parecido sucedía a los transeúntes de baixamar. Mi tío Francisco Valverde López, alias Cavalcanti, en su cafetería, bar Rosales, servía, Dios sabe cuantos cafés a los mañaneros, decía el de la motora que del negro fruto americano, algo entendía, añadiendo, que le iba a nombrar junto a Domingo, los reyes del cafetal. Tal vez l'amo también desee entrar en el nombramiento. Ahí queda, quien puntúa.

Aquí quedó el escrito, no pudo ver la luz la semana pasada, un contratiempo hizo que quedara en el archivo, donde guardo mis cosas. Hoy (por viernes 7) reanudo la escritura conmemorando lo que significaba el desayuno del día de la patrona de Mahón.

Cuando hacía buen tiempo, a mamá Teresa, le gustaba la misa de Gracia. En mi infancia, aquel lugar nada tenía que ver con el actual, ha cambiado mucho.

Principalmente el camerino de la virgen, resultaba muy tétrico, en la escalera de la izquierda, situada llegando de fora, era un horror, desde el techo colgaban piernas, brazos, medios cuerpos, elaborados en cartón piedra, bastantes muletas de madera con sus soportes que se situaban bajo el brazo forrados de paño negro. En las paredes, armarios de cristalera conteniendo, otros brazos, piernas, pies, cabezas hechos en plata, todas llamadas promeses. También se encontraban, orejas, corazones, ojos, muchos ojos, todo ello grabado y trabajado en las platerías de nuestra ciudad.

Al entrar en la casita de la virgen como yo le llamaba, una se quedaba impregnada de un fuerte olor a cera que invadía el lugar.

Muchas veces comenté con el señor Cots, nuestra coincidencia, la casualidad de quedar sin madre y que nuestras familias nos llevaran al lugar, la cosa no era casual, muchos mahoneses acudían todas las semanas al cementerio, subían a rezar a la virgen dejando flores frescas a sus deudos.

Y de ser un día que el señor Cots tenia bona lluna, continuábamos la charla, aviniéndose que yo fui primeriza del camerino, dando allí mis primeros pasos.

En la capilla, las hileras de sillas sueltas, lo que era difícil guardar un orden. El altar mayor, junto a la pared, dando la espalda a los feligreses. Evaristo, el sepulturero hacía de monaguillo, mientras que su esposa Araceli, cuidaba de la limpieza, y al finalizar el oficio, vendía cirios de distintos tamaños y estampas de la Virgen o bien en el mismo porche donde se encontraba otro armario de cristales, con estampas de la Virgen sa nova como la llamaban los mahoneses, tras haber perdido en la guerra civil la de toda la vida. Las estampas se pudieron hacer gracias a una fotografía de Sturla, observándose a la patrona con un vestido muy bonito realizado por la esposa del doctor Aristoy. Al mismo tiempo que también ella misma confeccionó un mantel para el altar, auténtica preciosidad y que esta servidora colocaba en las grandes ocasiones. En aquellos años que dediqué al lugar. Y que según el mayoral va siendo hora que dedique una xerradeta, dando a conocer cantidad de novedades que llevé.

Otra curiosidad, por lo menos a mí me lo parecía, a medida que llegaban las feligresas, iban dejando sobre el bancal de davall sa porxada, sus ramos de flores que una vez finalizado el acto litúrgico pondrían en las tumbas.

El 8 de septiembre, todo se realizaba de diferente manera, llegábamos una hora antes, dando tiempo a que mamá Teresa pudiera arreglar el nicho de su madre y de la mía. La misa era diferente, entre los feligreses se encontraban els caixers. Finalizada, bajábamos en volandas por la calle de Gracia, un pequeño tramo de la Infanta, la del Comercio, san Elías ses Vaques enfilando la de santa Catalina, con la intención de desayunar antes de llegar los gigantes y cabezudos.

Era un desayuno diferente, chocolate en pastillas des fort rallado por mi padre, a él le gustaba participar en ello, no se vendía en polvo, como después hizo la desaparecida Tropical. Era un placer mojar la ensaimada que dos días antes había empezado a aromatizar nuestro hogar.

La mayoría de veces apenas disponía de tiempo para beber el vaso de agua, creencia muy arraigada, recomendación de los mayores, tras tomar es xocolati.

Cuando se escuchaba la banda de música del Ayuntamiento.

Mientras fui pequeña, el recorrido de la comparsa era diferente, venían por la calle de San Sebastián, bajaban la de santa Rosa introduciéndose en la de San Nicolás, parándose en el Trocadero donde se les repartía refrescos, subían el tramo de santa Catalina, frente a mi casa, hacia la plaza de San Roque, otra parada y per avall paseo de la Miranda, Mercado. Se fue repitiendo aña tras año el ritual. La mirada infantil se perdió entre los fuegos artificiales, la traca, los plumeros de colores de las turroneras, las aludas de avellanas y las cremitas de casa Adrián. Entré en el mundo de los mayores y comprendí la tristeza que embargaba en los días felices para los mahoneses, para aquel mecánico, que a los diez meses de casarse y de ser padre por vez primera, había enterrado a su joven esposa un cinco de septiembre, cuando las mujeres encalaban la fachada de sus casas, dejaron de hacerlo al paso del carruaje fúnebre, dos briosos caballos negros, ataviados con plumeros del mismo color, tirando el carruaje engalanado, con crespones negros, como se hacía en los llamados entierros de primera, como si la muerte ofreciera distinciones.

Esta cruda realidad hizo, que en el número 25 de la calle de Santa Catalina de Mahón, se dejara de celebrar lo que debía ser la fiesta de la ciudad.

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margarita.caules@gmail.com