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La implacable ley del mercado, de la oferta y la demanda, se ha hecho patente en las sedes judiciales. Si un producto se encarece pasa a interesar a un número inferior de personas, aunque algunas de estas puedan incluso necesitarlo. Esto es lo que ha sucedido con el incremento de las tasas judiciales. Al tener que pagar más por litigar, se han reducido los litigantes. Es lógico interpretar que este hecho podría tener incluso un efecto positivo, en cuanto que el mayor esfuerzo monetario necesario para iniciar una causa contribuya a evitar la judicialización de cuestiones banales o solventables por otras vías, aliviando de este modo las cargadísimas carpetas de asuntos pendientes de los jueces. No obstante, el efecto negativo potencial es muy superior, ya que el encarecimiento de las tasas puede haber conllevado que muchas personas no tengan ahora la posibilidad material de litigar para revertir cuestiones que consideran, y que en muchos casos seguro que así son, injustas. El acceso universal a la justicia, como el acceso universal a la educación o a la sanidad, son derechos que en ningún caso deben encontrar cortapisas. Ponderando ambos efectos, queda claro que pesa mucho más el segundo.