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Es peligrosa...». Éste es parte del estribillo de una antigua canción de Maria Figueroa. Me acordé de ella el pasado domingo mientras circulaba por la carretera general al ver el comportamiento de algunos conductores. De hecho, hubo un momento en el se me puso «la gallina de piel» (Cruyff dixit) cuando un grupo de moteros adelantaron a toda velocidad a la caravana de coches que circulaba en dirección a Ciutadella, entre ellos yo.

Para bien o para mal, según como se mire, desde que tengo el carné de conducir he tenido que ir de Ponent a Llevant o a la inversa muchas más veces que Manolo Escobar ha cantado «Mi carro». Y la verdad, he visto cosas que ustedes no creerían.

Ahora que estamos en plena polémica de cómo ha de ser la Me-1, el tema de la seguridad es un todo en el que se mezclan no pocos aspectos. Podemo citar el estado de la vía, la eliminación de puntos negros (¡ay! ese giro a la izquierda de Torre-solí), la antigüedad del coche o la confluencia de diversos tipos de usuarios (bicicletas, aficionados al running, personal a caballo, un tractor o uno de esos cochecitos casi de juguete...). Pero para mí, y volviendo al principio, uno de los principales asuntos es -además del debate de si es necesario construir rotondas o desdoblar la vía- el comportamiento de la persona que va al volante o a los mandos de una motocicleta.

Según la normativa vigente, la velocidad máxima en nuestra única carretera que conecta de punta a punta la Isla es de 90 kilómetros por hora. Si cumples con el límite establecido, los más acelerados se ponen nerviosos y empieza el bailar pegados que te quiero adelantar. En fin que, independiente de como esté el camino, la educación vial es esencial.

En mi «aventura» del domingo, el tráfico era denso a la ida, mientras que a la vuelta me acompañaban las estrellas. Entonces pensé: mejor solo que acompañado.