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Me arriesgo a titular en inglés con algo que, en su versión 'tilista', vendría a ser «L'acte de matar» («El acto de matar»).

No es en absoluto un mensaje subliminal que quiera lanzar a las masas aplastadas y devastadas (o sí, quién sabe qué tendrá el subconsciente de una en la punta de la lengua), es solo el título de un documental. Una cinta que, veo ahora en Google, es «de la que habla todo el mundo», pero claro, ese presente fue septiembre, y en Menorca hablamos de ello ahora, que es cuando ha llegado a nuestras pantallas gracias, en este caso, al Cine Club que organizan las Joventuts Musicals de Ciutadella y que pronto, seguro, tendrá su espejo en el Lejano Oriente, en el del Ateneu de Maó.

Qué sería de los otoños e inviernos cinéfilos en Menorca sin la labor de estas dos entidades y otras tantas, en los demás pueblos de la Isla, que trabajan por acercar las historias menos accesibles: más gracias.

A lo que vamos, «The act of killing» es una paliza emocional e intelectual en la que el espectador no da ni un golpe: no hace más que recibirlos. Recibe patetismo, horror, decadencia e incomprensión en una especie de coreografía que no parece tener final. Las magulladuras duran varios días (no sé hasta cuándo estarán aún en mi cabeza esas caras con el maquillaje de los sicarios envejecidos cayéndose a trozos, ese alambre rodeando un cuello como ejemplo de la forma más fácil y limpia de acabar con una vida o esos pasos de twist sobre un antiguo patio de sangre que hoy, cincuenta años después de las matanzas, no se distingue de ningún otro patio).

No es una película fácil de digerir (ni casi de ver) porque lo contrario sería asumir la barbarie. La película, dirigida por Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, arranca con esta cita de Voltaire: «Está prohibido matar. Por tanto, todos los asesinatos son castigados. Salvo aquellos que se practican en gran número y acompañados por el sonar de las trompetas», y saca a la palestra la salvaje represión que entre 1965 y 1966 emprendió el general Suharto tras derrocar al presidente y líder de la independencia indonesia Sukarno, y que le costó la vida en esas tierras a más de un millón de hombres y mujeres, miembros (reales o presuntos) del partido comunista del país (PKI).

La matanza, perpetrada con el apoyo de mafiosos y grupos paramilitares, contó además con «la ayuda directa de ciertos gobiernos occidentales», incluso se dice que Estados Unidos, a través de la CIA, suministró armamento en esa cruzada contra los rojos. Cuáles serían las dimensiones de las guerras en todo el mundo sin estos apoyos, me pregunto.

Me pregunto también, después de ver esta obra, dónde estaban las mujeres en estas decisiones (no estaban, todo son hombres en la película, patriarcas uniformados de negro y naranja, abusadores confesos). Dónde, aparte de esas niñas y mujeres violadas y asesinadas, quedaron las mujeres y su forma de ver el mundo y de respetar la vida y los derechos básicos. Últimamente me lo pregunto casi cada día.

Lo peculiar de este ejercicio de realidad envuelto en un anhelo de ficción no es solo la temática, la denuncia o la constatación de que los responsables directos e indirectos no respondieron ni han respondido por sus crímenes, sino que lo espeluznante del asunto es que los protagonistas del documental son algunos de aquellos verdugos que se han prestado aquí a recrear el genocidio.

Torturadores como Anwar Congo echan la vista para explicar, en un guión surrealista, cómo esos asesinatos se llevaban a cabo sin conciencia y en un intento de imitar a las estrellas estadounidenses del celuloide.

Cine dentro del cine pero esta vez (una vez más) con escenarios y muertos reales. Como dice uno de los personajes reales de esta película, uno de esos gánsteres (freemen, hombres libres, como se empeñan en traducir esa etiqueta que lucieron y siguen luciendo) «la historia la escriben los vencedores». También lo dijo Esther Tusquets en su espléndida obra «Habíamos ganado la guerra», sobre la Guerra Civil española y muchos otros, sobre otras contiendas, porque lo doloroso es que Indonesia no es la excepción: los culpables de esas muertes violentas, que, como decía Voltaire, «se practican en gran número y acompañadas por el sonar de las trompetas», han seguido y siguen al frente de los gobiernos posteriores, en primera, segunda o tercera línea, o como el mercenario Anwar Congo, haciendo su vida de persona normal, como héroes.

eltallerdelosescritores@gmail.com