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Hace unos días se rompió mi teléfono inteligente, que no lo debía ser tanto o de lo contrario, habría esquivado el golpe, y como mi odiosa compañía de móvil (no diré el nombre, porque no hay mucha diferencia entre todas ellas) no me cubre la reparación a pesar de tener garantía, he tenido que volver a mi viejo terminal: sí, ya hablamos entre nosotros los mortales el vocabulario de los teleoperadores de tanto tratar con ellos cuestiones sobre permanencias, capacidad de almacenamiento o portabilidades: ratoneras todas ellas sin más salida que la de ser dependientes y súbditos de las multinacionales.

Reconozco que lo he intentado, pero no hay manera de tener conexión a la red con este aparato cuya batería dura, por cierto, horas en las que no suena nada y varios e interminables días. Así que, lo confieso (y de paso, justifico mi ausencia) ante mis contactos de WhatsApp: hace más de una semana (o dos, ya no recuerdo, porque el tiempo se expande sin esta condena) que ya no estoy pendiente de mensajes, grupos, ni de cuándo fue la última vez que se conectó nadie.

Los primeros días son duros, es cierto, ves a otros seres humanos, en grupo pero cada uno con su teléfono en mano, ignorando al que tienen enfrente y con esa sonrisa ebria en la boca (lo sé: la felicidad de recibir un emoticono), y por un momento darías lo que fuera por volver a deslizar tu dedo por una pantalla táctil.

Eso sí, a partir del tercero o el cuarto día, como cuando dejas de fumar, el mono físico empieza a retroceder para dar paso a la dura batalla psicológica y no es broma: las redes sociales generan adicción y ya hay centros especializados en su desintoxicación en todo el mundo (en el presuntamente civilizado, claro).

Lo instantáneo, la vigilancia y el rastro permanente en internet -datos comerciales, muy bien valorados en el mercado- puede causar también frustración y ansiedad, y hasta acabar con historias de amor o de amistad: ¿quién no se ha indignado al ver que un amigo (o amante) no contestaba al WhatsApp a pesar de estar 'en línea'? Busquen si no lo han vivido en carne propia un caso sobre esta aplicación de triple filo en el cortometraje 'Doble check', en referencia a los dos famosos 'tics' verdes que no quieren decir que el otro haya leído el mensaje, que no cunda el pánico: significan que el texto ha llegado al teléfono.

La otra pista incontestable, la de la hora de la última conexión, también puede desaparecer como humo en el terreno espinoso de las opciones avanzadas: aún hay esperanza. Los más jóvenes son más vulnerables, su vida social ha pasado a ocupar un porcentaje muy alto en un entorno virtual y lo de quedar físicamente va quedándose atrás.

Recuerdo mi infancia: mis amigas eran mis vecinas y nos llamábamos a voces de ventana a ventana: "¡Ra-quel!". Mi madre me regañaba, me decía que no gritara, que parecía una verdulera (me gustaba que me llamara verdulera, me hacía gracia) y me rogaba que usara el teléfono para hablar con mi amiga cuando aún no había ni tan siquiera tarifas planas en los fijos: ella, siempre tan visionaria.

También se pactaba un lugar y una hora y allí iban apareciendo y si alguno no venía, no venía y punto. Empezaron a aparecer los móviles y muy rápido se fueron convirtiendo en una necesidad: entonces no sabíamos dónde nos metíamos porque de allí a tener que rendir cuentas en cada momento sobre dónde estás, qué haces, con quién e incluso tener que inmortalizarlo todo con una imagen, había solo un paso.

Hemos caído en una nueva modalidad de las relaciones humanas, con Facebook y el resto de clubes, que late dentro de pantallas y que muchas veces, en lugar de acercarnos, como se supone que pretende todo acto de comunicación, nos aleja. Estas herramientas, que pueden llegar a ser muy útiles para según qué momentos, se han de aprender a tratar con mesura para no perder la perspectiva y es que las conversaciones frente a frente (miradas, gestos, tonos de voz y abrazos de verdad incluidos, si es que vienen al caso) no deberían jamás sucumbir ante un bicho amarillo con dos corazones en lugar de ojos.

Hay una distancia que no se puede medir en teclas, y tal vez a partir de esa certeza veo más claro cómo todo se rompe: puedo ver a kilómetros la fragilidad de las cosas, ésas que creía resistentes a cualquier tormenta, como una grieta que avanza silenciosa y sin descanso.

Aunque si lo pienso bien, siempre queda en algún cajón un antiguo teléfono (con su cargador y todo) que no falla, como los buenos amigos..


eltallerdelosescritores@gmail.com