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El viajero, en sus trashumancias naturalistas, tenía desde hace tiempo la intención de pasar un par de semanas en Kenia. Antes de iniciar el viaje tuvo que cumplir con un capítulo de vacunas y de una charla informativa, todo y que María y un servidor iban a Kenia por su cuenta, sin estar sujetos a ningún grupo de personas. Para empezar el viaje a Kenia hay que ir desde Barajas a París y luego, por decirlo de alguna forma, desandar lo andado pasando por encima de Italia hasta adentrarnos, ahora sí, en el continente africano, que hay que cruzar casi por completo, sobrevolando el Nilo y el desierto de Kalahari hasta llegar a Nairobi, la capital de Kenia, una ciudad que tiene medio millón de habitantes más que Madrid y un tráfico completamente caótico, pero con magníficos hoteles y una periferia convertida en gueto altamente peligrosa. Al día siguiente de llegar, el chófer- guía, que tenía contratado para siete safaris,  nos recogería con su 4 x 4, un todoterreno pensado precisamente para safaris fotográficos, recogiéndonos a las siete de la mañana. Nos esperaban seis horas largas de carretera hasta desviarnos por una carretera de tierra, piedras y baches, como si el tiempo no hubiera pasado o como si acabara de pasar Livingstone. Por fin llegamos a la Reserva Nacional de Samburu, cruzando el Ecuador en Nanyuki. Al llegar a todos los lugares donde hemos pernoctado, nos recibían con una bandeja que contenía una toalla blanca para cada uno, húmeda, caliente y a veces ligeramente perfumada, para limpiarnos el polvo de las carreteras africanas, que en los safaris son de tierra, mucha piedra y mucho bache. Basta que les diga que después de los siete safaris que tenía contratados, me quedó el cuerpo lleno de golpes y hematomas.

En Samburu tuvimos el primer safari durante toda la tarde y puedo decirles que ya no me hizo falta más para tener claro que en esta parte del mundo debió ser donde, terminado el diluvio universal, Noé abrió el arca para que los animales repoblasen de nuevo la tierra quedándose la mayoría en Kenia. Gacelas Thomson y de Grant por todos lados, elefantes, a veces un centenar de ellos juntos, algunos verdaderamente imponentes por su tamaño y sus colmillos, búfalos cafres de más de 1.000 kilos de peso, leones, que por cierto nuestro chófer-guía, posiblemente pienso yo que para ganarse una buena propina, nos acercaba tanto a estos animales que llegamos a tenerlos a menos de 2 metros. Quizá por esto, un macho nos pegó un susto morrocotudo. El animal no soportó nuestro descaro y decidió atacar, llegando enfurecido hasta el mismo coche lanzando un zarpazo sobre una rueda.

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Las zonas donde teníamos contratados los distintos safaris han sido: Samburu, Lago Nakuru, Maasai Mara, Amboseli, Monte Kenia, Montes Aberdares. En Maasai Mara dormimos en el campamento Kandili, que en lengua suajili quiere decir candil, en tiendas de campaña, como al principio de la dominación inglesa. Allí estábamos solo dos matrimonios, cada pareja en su tienda. Delante, a unos 10 metros, una gran fogata durante las dos noches que pasamos allí. La fogata es lo único que consigue que leones  e hienas no se acerque. Con todo, teníamos a un guerrero maasai, con su lanza, de pie ante la hoguera toda la noche. Por cierto, la primera noche no conseguí conciliar el sueño de ninguna manera. Las continuas llamadas de las hienas, los ñus y las cebras con su monótono ir y venir, el canto de extraños pájaros y el escalofriante rugido de los leones fue más poderoso que el cansancio que debería haber hecho mella en mi cuerpo. Para que ustedes tengan una idea cabal, les diré que en cada tienda hay una cuerdecita, que tirando de ella, suena la alarma donde pernoctan el gerente y su señora y al lado el servicio. Nos dijeron que si no podíamos soportar el pánico, que tirásemos de la alarma y entonces venían a hacernos compañía. No hizo falta pero lo pensé más de una vez.

Continuará…