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G.- Se le olvidaba algo, pero no sabía el qué. La suave partitura de una muchedumbre dirigiéndose hacia la Plaza de la Constitución le producía aquella sensación de placer que le había ido acompañando ininterrumpidamente desde su infancia, cada siete de septiembre… Observó la mesa del comedor: pomada, chocolate, coca, refrescos, servilletas… Todo parecía estar en orden, pero –lo sabía- se le olvidaba algo. De repente sufrió un ramalazo de ansiedad inexplicable que la incomodó… Sí, se le olvidaba algo…

R.- Tardó casi una hora en pisar la plaza. Llegó temprano. Con la fuerza de la esperanza. Buscó un lugar seguro. Se parapetó en él. Desde improvisada atalaya podría observar aquel incomparable espectáculo con el que se iniciaba Gràcia. Sabía que aparecerían. Su hijo había mantenido la tradición. El nieto se asomaría sobre la masa, sentado sobre los hombros de su padre. ¿Lo reconocería? Y de repente le hirió una interrogante imprevista: ¿Cuándo se torció todo? Faltaba una hora para el inicio del jaleo. Rogó a la vejez que le concediera un indulto temporal y que sus piernas soportaran la espera… Quería verlos, sin ser visto… «¿Cuándo se torció todo?»

A.- Estaba en aquella barra improvisada frente a un vaso de plástico. Llevaba eternidades mirándoselo. Llevaba eternidades sin tocarlo… El camarero intentaba desentrañar el misterio de aquel cliente inusual. La pomada permanecía intacta…

C.- Ella evitó los itinerarios que solía compartir con Él en Gràcia. Él hizo otro tanto. Llevaban el peso de sus recuerdos, la herida de su ruptura, el ardor que no cesaba, el amor extraviado… Oteaban por entre la muchedumbre para evitar el encuentro: sal en la herida. Ella accedió a la Plaza por la calle de Isabel II. A unos escasos siete metros estaba Él…

I.- El chaval se situó tímidamente a su lado y encendió su primer pitillo. Aquello le infundiría un plus de masculinidad. La muchacha lo miró de soslayo. La música abrió el ritual. Imperceptibles, huyeron por Sa Costa de Ses Voltes las rivalidades de todos para morir en las aguas de un puerto metido a pacificador…

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A.- Entró finalmente en la marabunta solidaria del jaleo, tras el exilio autoimpuesto. ¿Habían transcurrido…? Lo sabía: dos años justos. Se la había mirado de manera rutinaria y luego había desviado su atención… Muerte súbita –le dijeron al cabo de unas horas. Tras su partida, había rehuido el siete de septiembre…

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El jaleo alcanzó su cénit. G recordó lo que había olvidado: poner un cubierto más a la espera del milagro. R, desde su atalaya, los divisó. Como había intuido, su nieto se movía un tanto atemorizado sobre los hombros de su padre. Había crecido. ¿Cuándo se torció todo? El azar quiso que se descubrieran. R recibió una sonrisa inesperada de su hijo, que devolvió. Ambas eran perdón encubierto. Alguien puso, finalmente, un cubierto más sobre una mesa. El milagro se había producido. A acercó a sus labios aquel vaso de plástico con el que pensaba quebrar un lustro de abstinencia alcohólica. Un chaval y fumador novato lo empujó y el líquido se derramó sobre su camiseta. Lo interpretó como una señal.

C. En la Plaza, siete metros se mudaron en nada… Se vieron. Élla y Él se desnudaron entonces de sus recuerdos sobre la arena, zurcieron sus heridas, encauzaron su ardor y hallaron lo perdido…

I.- A su lado –ellos no se percataron del hecho- un chaval que fumaba con impericia cogió con timidez la mano de una joven. Y la joven no la rechazó. A se los miró y observó en sus miradas lo vivido. Creyó verla. Él vivía otro jaleo, como ella en sus recuerdos. Evocó a Cernuda. La había conocido. Había vivido…

G-R-À-C-I-A había reelaborado una vez más un impecable collage. En la Plaza, al son eternamente repetido de un fabiol, otros mosaicos imperceptibles se iban completando, dibujando un relato jamás leído, en el que, en cada capítulo, invariablemente, anidaba, siempre, una regeneración posible…