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No estáis en un campo de concentración y andáis con una etiqueta sobre la solapa. No es visible. Pero sí real. Y os la habéis puesto, incomprensiblemente, unos a otros, para establecer territorios y favorecer separaciones. Unos –bromeas- eran del Menorca y otros de la Unión. Hoy hay quien pulula como pepero y otro como sociata; uno como merengue y otro como culé; uno como burgués y el otro como proletario; uno como menorquín y otro como foráneo. Y, a pesar de que os llenáis la boca con las palabras tolerancia y democracia, rara vez las transformáis en actos o actitudes. Las consecuencias son las que son: vagáis por esa brevedad llamada vida ajenos al otro, sin comprender -¿cuántos siglos lleváis así?- que bajo esa solapa con etiqueta hay, simple y llanamente, un ser humano. Y empecinados en vuestras verdades inmutables, sordos a lo que huela a discrepancia, justificáis el mal propio para regocijaros del ajeno y viceversa. Los ciudadanos se convierten, pues, en islas y las sociedades en archipiélagos. No es fácil, sin embargo, vivir en ellos, porque no hay término medio: o se está en una trinchera o en otra. Y si uno se niega a vivir permanentemente en la estupidez de la contienda ideológica, recibe balazos de ambos lados, por haber comprendido y amado a quien en ambos lados estaba. Rara vez se interrumpe el esperpento. Pero sí en Gràcia. Porque es en esos días cuando os dais cuenta de que, a la postre, pisáis las mismas baldosas y estáis condenados a entenderos. Aunque sea con la ayuda de una pomada y de la alegría, urgida, que buscáis y creáis. Puede que solo sea en Gràcia. Puede que solo sea en Navidad. Puede que solo entonces os importe un carajo si ese amigo al que acabasteis obviando era del PP o del PSOE o de vaya usted a saber de qué… En el jaleo han caído, ya, la solapas y se ha pisoteado, por una vez, la sinrazón de la falta de querencia…

Te agradan las Festes de la Mare de Déu de Gràcia por lo dicho y por muchas cosas más, como la toma de conciencia de que existe un extraño tipo de inmutabilidad. Por eso, cuando deambulas por las calles de tu ciudad, te da por hablar con tu padre, o con tu madre, o con tía Dulce, o con la abuela Margarita o con tu tío Luis Miguel o con esos amigos que se fueron. Sabes que alguien, al verte, pensará que has abusado del alcohol, aunque andes harto de agua con gas. Y no únicamente los rescatas de lo inaprehensible de la muerte, sino que los ves en el jaleo o en la Missa de Caixers o… Los ves, sí, redivivos, en esos otros padres que sostienen sobre sus hombros a sus hijos, en esos abuelos de la mano de sus nietos, en esas solteronas con las que el amor fue esquivo o en esos amigos con los que, aún hoy, alguien comparte el calor de la fiesta. Puede que eso sea, a fin de cuentas, la eternidad… Como puede también que subiendo por Sa Costa de Sa Plaça, con la pesadez de años y kilos, te hagas la ilusión efímera de que Ella –ella siempre será Ella- sigue ahí, como surgida de una foto, una de esas que os muestra, con crueldad, el paso y peso de lo vivido. Las fiestas tienen esa capacidad: la de devolverte al pasado –al amable - que te configuró para susurrarte que todo tuvo sentido…

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Finalmente, en Gràcia, te codeas con la muerte, te regodeas con ella en tu pensamiento. No para flagelarte, sino porque bajo su sombra la estupidez de los hombres queda en pelota picada. Si tuvierais conciencia de vuestra fecha de caducidad, amaríais esa vida donde la gratuidad es lo que importa. Esa misma vida que malgastáis con los desencuentros. Esa que vivís recluidos en prisiones que la visceralidad ideológica, deportiva, atávica y estúpida os impide abrir para daros al otro de la mano del respeto.

Solo en Gràcia las celdas se abren, bajo el son de un «Es Mahón» y una arena que huele a estiércol y a gloria… Solo en Gràcia veo, en los otros, a los míos y a mí mismo cuando haya ya partido. Solo en Gràcia me da por creer, todavía, en el hombre…