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Lo sabes. Jamás llegará a conocerse la historia, verdadera, del «Insti» (o del «Joan Ramis», si me exigen un registro más formal). No se sabrá en su ciento cincuenta aniversario. No se conocerá mañana. Porque, amén de su currículum oficial –espectacular-, existe otro, más íntimo y personal. Cada alumno contará su pasado, a su manera y lo enriquecerá con las líneas, por desconocidas, no escritas en las biografías oficiales. Habrá multitud de «ramis». He aquí la grandeza de ese centro al que amas sin recato. Ha sido parte importante, esencial, de miles de menorquines…

—¿Te acuerdas?

— Hubo, por ejemplo, quien grabó un corazón en un árbol del patio y lo bautizó con dos nombres llamados al amor y para una eternidad que, tal vez, no acabó siendo tal. ¿Quién captó ese primer beso dado con impericia bajo el cobijo de unas higueras hoy inexistentes? ¿Quién sabrá, por ejemplo, que, cuando se inauguró el actual edificio, se convirtió, de forma instantánea, ya, en metáfora?

—¿Metáfora?

—Estaba, entonces, en el extrarradio. Lejos del corazón de la urbe. A algunos se les antojó disparate. Para acceder a las aulas tenía que abandonarse forzosamente la ciudad. La que moría –en multitud de sentidos- en la antigua Maestria o en «El Caserío» de Vasallo… Pero no únicamente se salía de la población. Gracias al centro, el chico/la chica salían también de la incultura, de la inmadurez, del adoctrinamiento... Y se violaba la falsa seguridad que siempre produce la ignorancia. Entrar en el Ramis no era dejar atrás Maó, sin más. Era dejarlo para abrirse al mundo.

—El «Insti»…

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—El «Insti» –te contestas- fue vuestra primera tele, vuestro primer internet, vuestra primera argumentación, vuestra primera discrepancia, vuestra primera libertad, vuestro primer amorío, vuestra primera posibilidad de ver que los límites vuestros no eran los de Menorca, sino que iban mucho más allá y que en ese allá podía haber un hueco para cada uno de vosotros.

—¿Fue…?

—Fue el mejor y más bello trampolín para progresar. Gracias a él y a un bachillerato nocturno, constituyó para multitud de generaciones, también, acto libertario que, en la cultura y en la decencia, os hizo iguales. En plena dictadura.

Has pasado gran parte de tu vida entre sus paredes. Y conoces algunos de sus secretos. Nadie sabrá, por ejemplo, los valores éticos que, a través de las ciencias naturales, te inculcó don José Cardona, al invitaros a optar preferentemente por los marginados. O la pasión hacia la lectura que hizo nacer en tantos doña Paz Sirerol. O el amor que hacia la filosofía sembró don Rosendo Gisbert…

El «Ramis» estaba lejos –lo repites-. Y os llevó lejos… De las miserias con las que convivíais. Fue bocanada de aire fresco. Invitación al cambio. Culto a la argumentación. Propuesta de inmutable tolerancia. Fue acogida. Fue igualdad. Fue puerta abierta a un futuro que se deseaba ilustrado y por el que se luchaba. Y fue escenario donde, entre otras cosas, se diluyó vuestra infancia, progresivamente, para, amable, ceder su turno a una adolescencia que quedaba, sí, plasmada en ese corazón de árbol herido o en ese grabado en pupitre de madera en el aula de griego…

Nadie lo sabrá, tan solo quien lo vivió…

Por eso, cuando ahora en calidad de profesor recorres sus pasillos te llegan presencias de ese niño que allí fue feliz; imágenes de profesores vocacionales que, salvando cortapisas, os decían que las verdades eran otras o podían ser otras; susurros de versos repletos de bonhomía; imágenes de vidas coherentes y, por encima de todo, la ejemplaridad de muchos –no todos- que, en el «Ramis» y gracias al «Ramis», os dijeron que Maó no era el mundo. Que el mundo poseía mayor extensión. Y que os llamaba. Entre otras cosas, para mejorarlo. Un mundo no condicionado por el poder del dinero, sólo por el del esfuerzo y el del anhelo de beberse el universo. Nadie sabrá nunca, no, lo que el «Insti» hizo por tantos. Lo hizo todo. Hasta lo indecible…