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Si la ley no permite que los ciudadanos se expresen (más allá de la papeleta cada cuatro años) sobre cuestiones que afectan a las raíces de sus modelos sociales, políticos, económicos o medioambientales, si han de contemplar impasibles cómo se toman sin su consentimiento decisiones claves y se dan giros bruscos de timón en sus vidas y territorios es que, definitivamente, la ley no cumple con la demanda de los tiempos y ha de debatirse y modificarse. La democracia, como hasta ahora nos la habían vendido, con ese ver, oír y callar, ha caducado: huele rancio, como un cartón de leche desnatada que alguno de mis visitantes de este verano debió dejar en la nevera a medias y que yo he descubierto hace unos días. No sé por qué me empeñé aún así en abrir el tapón y meter la nariz a ver a qué olía aquello: imposible reprimir un gruñido. Nos gusta comprobar que algo ya no sirve, aún sabiendo que hacía más de un mes que aquello debía de tener ya vida propia, tuve que constatarlo.

La ciudadanía, en el caso de Menorca, debería decidir, por ejemplo, si está de acuerdo con llevar adelante o no la reforma desproporcionada e innecesaria de la carretera general que está violando el paisaje de esta Reserva de la Biosfera y avivando una indignación que desde hace unos años despertó y ya no consigue conciliar el sueño. Debería la ciudadanía tener algo que decir en cómo emplear esa partida millonaria de Fomento que se podría usar para mejorar la carretera y los caminos de la Isla, sí, pero sin prostituir la esencia de un lugar que vive y vivirá del turismo, sí, pero de un turismo de naturaleza y de calidad que cada vez lo tendrá más difícil para encontrar paraísos cercanos como este que su gente tanto ha mimado, o al menos a eso ha de aspirar: a poder sacar pecho de su distintivo sin rotondas descomunales ni manchas de petróleo en la camisa. Y el ciudadano debería poder dar su opinión porque estamos evolucionando (o deberíamos).

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Tanto evolucionamos que es inevitable que en un futuro cercano (hoy o mañana) la participación directa se normalice: el ciudadano está ahora multiconectado, hemos pasado de ser observadores pasivos de la realidad a participar en ella (tal vez porque duele, porque llega la miseria para unos y el derroche colectivo/corrupción/tarjetas black y paraísos fiscales para otros —a nuestra costa—). Un ejemplo: hace unos días supimos, gracias a la «Revista Mongolia», que Rodrigo Rato, exministro, exdirector del Fondo Monetario Internacional, expresidente de Caja Madrid y Bankia y uno de los responsables del robo a miles de familias con el timo de las preferentes (y otros tantos timos), había hecho una escapada a Suiza, en pleno barullo judicial y un día después de haber depositado un aval para la fianza de tres millones de euros que le impuso la Audiencia Nacional por las llamadas tarjetas «opacas». Calderilla para el susodicho, aunque colectivos que han trabajado para destapar la estafa a gran escala como 15MpaRato no dejarán que quede ahí la cosa. ¿Y cómo hemos sabido de este viaje relámpago de Rato en clase turista (nostalgia de tarjeta black) y con cabezadita incluida? Pues porque una pasajera de ese vuelo Iberia 3493 entre Ginebra y Madrid del 23 de octubre le hizo unas fotos y las envió a la publicación satírica. Imagino que pensó que no tendría repercusión si las enviaba a otros medios convencionales y/o afines al régimen bipartidista/negocio redondo. El Gran Hermano nos vigila, sí, pero ahora también a ellos.

La ciudadanía tiene que tener voz y voto (y no más leyes mordazas) en las cuestiones esenciales que les afectan a ellos y a las generaciones futuras, e insisto, si la ley no lo permite pero una mayoría lo exige habrá que empezar por preguntarnos si queremos/necesitamos cambiar esa ley. Y eso es lo que, a mi juicio, deberían poder hacer en Cataluña y más allá (hay vida más allá): Canarias quiere pronunciarse sobre las prospecciones petrolíferas que el Gobierno de Repsol/España y compañía ha aprobado en sus costas y Balears debería aspirar a lo mismo: a poder decidir sobre la mancha negra que nos acecha desde las corporaciones casadas con los estados, que justifican las heridas con la excusa del gasto que supone a España la importación de petróleo y gas: y las energías renovables en un país lleno de sol y viento y posibilidades, mientras, como si no existieran (o peor: las obstaculizan). No las quieren ver, como yo no veía aquel cartón de leche día tras día aparcado en una balda de la nevera por más que la abriera una y otra vez en busca de a saber qué otros víveres.