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Hace un lustro pregunté en una amistosa sobremesa quién había sido el mejor antifutbolista de la selección española, campeona de Europa, con Luis Aragonés. Tan original cuestión exteriorizaría el resto de la risa que mis amigos todavía acumulaban, absorbiendo el café: ¿Antifutbolista?, je, je je; ¿cómo?, repite, ja, ja, ja, etc. Comentarios guasones cayeron sobre mí sin piedad. No obstante, enfrente, un niño de doce años, mi sobrinito Jordi Hernández Camps, me miraba, comprensivo, omitiendo una segunda ración de tarta, aparecida ante sus ojos. Éstos escrutaban ahora los míos, dispuestos a descifrar el acertijo.

Debo referir que a pesar de su corta edad me fascinaba conversar con él sobre temas futbolísticos: por su rigor, su indudable talento y su documentación.

Estaba al corriente de todo lo relacionado con los jugadores: los cromos, su valoración -que a veces, me exponía, no concordaba con su juego-, su proyección, sus oscilaciones, su estado de forma, etc. El interés por la materia y su profesionalidad era tal que, pese a tan corta edad, tenía ya en mente ser periodista deportivo.

Por su mirada, fija, reconcentrada, entreví que, mientras acariciaba con la cucharita su segundo postre, mi sobrinito estaba procesando una respuesta a mi pregunta.

Jordi debió comprender de seguida, por lo despectivo del vocablo, que antifutbolista era seguramente sinónimo de defensor: precario de técnica, pero con la firme voluntad de que su territorio no lo traspasase enemigo alguno. Vamos, que si pasaba la pelota no pasaba el jugador, a base de un trancazo. Seguidamente debió escrutar todos los jugadores aspirantes que sobra decir los conocía al dedillo. A renglón seguido calibraría su actuación en el campeonato. Debió sopesar también, mientras sus ojitos se reconcentraban aún más, matices que indefectiblemente deben coronar al antifutbolista más insigne; matices tales como que el árbitro no advirtiera sus faltas o bien, de ser éstas flagrantes, no enseñarle una tarjeta. Porque, claro está, el mejor debe poseer también dotes de actor. Tiene que convencer al juez cuando gesticula, perorando: «¡Pero, si no lo he tocado!», o: «¡Se tiró!», para no ser sancionado. En fin, debe interpretar esta escena tan bien como Jack Nicholson o Dustin Hoffman para no minar al equipo.

Jordi volvió en sí al finalizar el proceso y abrió por primera vez la boca, entre el bullicio, para decir:

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-Marchena.

Lo adivinó.

Prosiguió, tranquilito, con la segunda tarta.

Inolvidable.

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