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Se han hallado los restos –probables- de Cervantes. Los restos –seguros- de Machado siguen en Colliure (Francia). A este último, hombre bueno, le fue negado el derecho a vivir, e incluso morir, en su propio país. Las ideas, efectivamente, matan y, no contentas, perpetúan su labor en los despojos del odiado. Dicen que Ana Botella se siente orgullosa del hallazgo. Pero Ana no piensa en el universo cervantino (¿lo conocerá, acaso?) En su imaginación no aparece Clavileño. Tan solo futuros turistas metidos a peregrinos. Doña Ana se frota las manos mientras saborea, junto a una calculadora, una taza de té en la Plaza Mayor, la que llevaba años sin pisar. Este país duerme ya tranquilo. Su cultura tiene mucho de funerario. De hecho, aquí, no hay más certera forma de mudarse en santo que la de morirse. Han cumplido –ellos-. Cuatrocientos años después... ¡Son tan decentes!

Ya sabéis, por tanto, donde descansan las exequias de don Miguel. Pero no cuantos españolitos habrán leído «El Quijote» o si en las escuelas desasistidas quedarán quijotescas voces que apuesten aún por la utopía... A don Miguel, lo de su cadáver (y el de su esposa y el de los que, por anónimos, nadie habla, niños incluidos), le importa poco. Crees conocerlo. La lectura tiene esas cosas...

Rumorean que, aprovechando el evento, el espíritu del escritor ha vagado por la Calle Mayor, por Arenal, por Preciados, por... Comentan que le han contado que hubo civil guerra que aletea todavía con ensangrentadas alas; que los Rinconete y Cortadillo son otros y que llevan corbata y maletín y que hurtan no para saciar su panza, pero sí voraz sed de prepotencia; que ya no hay ni honor ni remordimiento. Ni pena ni castigo (a no ser para los topmanta de Sol o los hombres bajo cartones en las frías noches del Madrid imperial).

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Don Miguel busca pluma y papel, o bolígrafo y servilleta de bar al borde de cierre para izar de nuevo a su Hidalgo, porque los monstruos/molinos siguen ahí, travestidos, en forma de monumentales torres, parlamentos de leones avergonzados, ingenierías contables y prostitutas de lujo. Aún a sabiendas de que el Hidalgo se dará de bruces, nuevamente, contra el suelo... Cuatrocientos años lo atestiguan.

A la salida, don Miguel recapacita y vuelve sobre sus pasos. Pide clemencia al tabernero y sin hacer gasto le hurta una nueva servilleta. Entre línea y línea busca, tras los cristales ennegrecidos, a Dulcinea y la halla en el rostro cansado de esa limpiadora, tras dura jornada lamiendo las residuos del poder, mileurista y madre, que desciende, bajo la sombra inmutable del despido, envejecida, de un autobús nocturno. Discretamente se despide del dueño, metido a Sancho, rogándole encarecidamente que haga llegar a doña Ana la carta redactada... En ella don Miguel le comenta a la alcaldesa que no tome molestia. Qué él está muy a gusto donde está, con doña Catalina al lado, acurrucados los dos en lugar sagrado. Que ahí, como en la canción de Mecano, a la postre, no se está tan mal...

El bodeguero/Sancho lee la misiva. Acaba con ruegos varios a doña Ana: que no se gaste moneda alguna en adecentar el lugar y que el gasto sea otro: que se adquirieran ejemplares del Quijote para leerlo: en las aulas, para despertar en los niños insaciable hambre de justicia; en los jóvenes, anhelo de mudarse en hidalgos; en los políticos, sed de dignidad y en los desheredados, esperanza... Concluye con algunas frases metidas a epitafio: «Triste país, Señora, el que honra a un escritor que no se lee o del que no se aprende y en el que se hurga bajo tierra para no tener que mirar al cielo».

El bodeguero se acerca a doña Ana que juguetea con una bolsita de té en la Plaza Mayor. Cumple el encargo. Doña Ana no lee lo escrito en la servilleta. Con ella, en un país de ciegos, limpia los enmohecidos cristales de sus gafas. Así ve, con mayor nitidez, las mágicas cifras que emanan de su calculadora...