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Contemplas, extasiado, un óleo de Vives Llull en uno de esos escaparates que aún conservan un ápice de personalidad: el de un anticuario. Y lo haces con esa demoledora sensación que te invade cuando acabas de reencontrarte con un lugar de tu isla al que llevabas años sin volver. Esa sensación no es sino la de pérdida... Bajo su influencia te preguntas ante qué paisaje pondría hoy el pintor su lienzo; ante qué paraje, su pequeño taburete; sobre qué su mirada repleta de talento... ¿Sobre una tienda de Mango? ¿Sobre un mostrador de Stradivarius? Las preguntas –lo sabes- son meramente retóricas. Vives no tendría qué pintar, porque os habéis ido desprendiendo de las tiendas de comestibles mecidas por el peso de los años; de los sabaters de banqueta en aras del dinero fácil; de las casetes de vorera, mudadas, sarcásticamente, en peligro para el ecosistema isleño... De la belleza, en definitiva, cuando no de lo que os confería señas de identidad. Ya no quedan gatos en el paraje visitado y no recobrado; ni el viejo y único bar; ni pescadores; ni vecinos; ni niños jugando en las aceras... Los restaurantes, apretujados, se suceden unos a otros y los aparcamientos y las grandes superficies y la total carencia de dignidad. Hay quien a eso lo llama desarrollo... Tú, zoco...

Pero lo demoledor no son los síntomas, sino la enfermedad que los produce... Hubo -¿hubo?- un tiempo en el que considerasteis que progresar era sinónimo de ganar mucho, en poco tiempo y con facilidad. Y lo apostasteis todo en una única jugada, aunque la partida perdiera su tempo y racionalidad. Primero fue el turismo. Luego el alquiler y la compra/venta de viviendas. Y vuestros adolescentes optaron por meterse a empleados de coches de alquiler, antes que a payeses; a camareros, antes que a patronistas o bisuteros; a guías, antes que a muchachos con sed de saber y ansias de labrarse un futuro a través de la universidad o la Formación Profesional, siempre tan desasistida... Vuestra economía fue como esa silla, caída, a la que se le fueron cortando patas: cayó la industria, se abandonó el campo y se cebó el sector servicios y el áurico ídolo de lo inmobiliario...

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No viste a Vives Llull en ese lugar al que tanto amaste. Probablemente, redivivo, habrá descendido del marco de su retrato de hijo ilustre y estará por ahí buscando, inútilmente, un patronista, un comerciante conocido, unas redes de pesca yaciendo bajo el sol, el blanco de las casas, las ventanas de guillotina o a algunos compadres que han anat a romandre a Macarella o a Son Bou (unos individuos, al igual que las casetes de vorera, altamente nocivos también para vuestro entorno).

El derecho a progresar es inalienable. Aunque dudas mucho de que progreso sea mero engrose de saldo bancario. Y, si, a la postre, tristemente lo fuera, tal vez sería bueno calibrar si ha valido la pena el precio por él pagado. O si la felicidad depende, únicamente, del poder adquisitivo y no de un vivir en armonía y placidez con lo que os envuelve. Porque ya no oyes, en vuestras calas y playas a personas felices cantando, sino a hombres cortando céspedes o a mujeres estresándose, junto a un mar para ellas ya invisible, en la cola de un súper...

Puede que un día os quedéis sin llaüts y éstos se suplanten por los últimos diseños de una multinacional (mangos y stradivarius marítimos)... Y puede, igualmente, que ese día os deis cuenta de que no habéis perdido sólo un paisaje, sino una manera amable de vivir y convivir. Que nada es casual, como no es casual que cada vez se valore menos en los planes de estudios lo que no redunda en rentabilidad (las humanidades y la ética, especialmente esta última). Y puede, incluso, que acabéis por sentiros dichosos al vestir unas Nike aún a costa de no haber sabido nunca lo que se siente al escuchar, de noche, desde una tienda de campaña, la melodía inaprensible del mar cercano... O aún a costa de que Vives Llull ya no tenga sobre qué pintar...