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En cierta ocasión una madre me confesó que su hijito le había preguntado –viendo una película en blanco y negro- si antaño existían los colores... es decir, si los colores habían sido uno de tantos descubrimientos efectuados por el hombre en el curso de la modernidad. Me lo relató sorprendida, asombrada, diría yo. Naturalmente su respuesta fue negativa. Sin embargo si el niñito se hubiese expresado en metáfora la respuesta hubiera tenido que ser sin duda afirmativa, porque precisamente la época en que al cinematógrafo le afloraron los colores, éstos estaban también aflorando a nuestro amado mundo... hasta entonces sumido en la más absoluta oscuridad.

Las personas de mi edad hemos asistido, perplejos, durante las últimas décadas a la aparición diaria de un color distinto –uno tras otro-, relegando el blanco y el negro a la posteridad. Sobre todo en la década de los 70 parecía que un hada con su varita mágica hiciera de las suyas para alegrar nuestros días. Invenciones como la televisión, el frigorífico, la lavadora y tantos otros prodigios nos tenían ensalmados. Creíamos que, sino un hada, algunas partículas universales, centelleantes en las alturas como la rúbrica de unos fuegos de artificio, se posaban inesperadamente en la tierra... ¡Todo era multicolor!... Pero la magia no envolvía sólo el planeta... sino también al hombre.

Emergió entre todo este fulgor un hombre nuevo. Sí, un hombre nuevo. Pasamos de morar durante siglos en las sombras a tendernos bajo un sol radiante... Incluso la noche se transparentó, depuso su opacidad y emanaron también de ella los colores. La luna se transformó en otro sol... un sol suave, afectivo, que facilitaba regalos, ligados con amor, donde se bronceaba -tintarella di luna, tintarella color´latte-, la nueva generación.

En los años 70, las dos generaciones contrapuestas, la oscura y la colorada, solían coincidir a las seis de la mañana en los bares. Y mientras aquélla -que Dios los guarde, porque ya estarán por su edad en el cielo-, recién levantada, tomaba café, dispuesta a comenzar el curro, la colorada engullía la segunda cena antes de acostarse.

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En el bar Balear del puerto de Ciutadella aparecía también a por su café mi anciana y bondadosa tía Juanita, dispuesta a asistir a la primera misa de la jornada...

-Usted y yo –le decía-, si viviéramos juntos, sólo necesitaríamos una cama.

Cuando ella se levantara, yo me iría a acostar.

La modernidad.

florenciohdez@hotmail.com