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No hace por eso tanto tiempo que nos dio, sin que se me alcance el motivo, por ir al restaurante que nos pillara más a la mano, y como si no hubiera en el mundo más carne que la del avestruz, pedíamos cualquier guiso de esa gigantesca gallinácea, de tal suerte que, como si fueran esclata-sangs, empezaron a brotar granjas de esas criaturas exageradas en carnes y tamaño. Fíjense lo que les digo: a 300 metros por delante y a 500 por detrás de mi dacha, ya digo, como si brotaran de la tierra, cuando me quise dar cuenta, tenía dos granjas de esos gigantescos pavos. Al año y medio de esa explosión avestrucera, las dos granjas desaparecieron. De una de ellas desapareció hasta el dueño. Bueno, en puridad lo que hizo fue suicidarse.

En la provincia de Madrid llegó lo de las granjas de avestruces a tal extremo que la cosa anduvo en un brete comercial contra las otras explotaciones de siempre: granjas de vacuno, de lanar y caprino, incluso las tradicionales granjas de marranillos y pollos, no las tenían todas consigo.

La fiebre por comer avestruz arrasaba como si nos hubiera contaminado el virus struhio camelus (nombre científico de la avestruz). A la luz de la memoria, recuerdo aquellos días cercanos a la navidad del año 2000, que me invitaron a una cena en uno de esos restaurantes de los que van cabalgando a lomos de la última ola que marca y condiciona a veces una estrafalaria oferta culinaria. Y el carpaccio y el avestruz hay que ver lo que mandaban. Pero los filetillos crudos de aquella carne vulgar, para mí fueron demasié. Claro que al año siguiente, con los mismos amigos y en el mismo restaurante aún le dimos una vuelta de tuerca más, y esta vez la carne cruda era de canguro.

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Cuando nos da por algo, somos en nuestras torpezas capaces de comer y beber lo que no está en los escritos. Lo del avestruz por lo menos, por la zona de mi archidiócesis culinaria, va tan de capa caída que hoy cuesta encontrar un restaurante que te guise carne de semejante pollo, oriundo él de las estepas africanas, donde disfruté viéndole en libertad, en una cantidad más que aceptable, el año pasado cuando realicé mis safaris africanos. Las mujeres massai hacen con sus huevos originales recipientes para llevar agua. Muy útil cuando van de un poblado a otro.

En Madrid, por la zona del llamado Puente de Vallecas, donde suelo bajarme del metro cuando voy al Instituto Nacional de Ornitología, hay un restaurante en el que a veces como que trabajan gigantescas tortillas hechas con un solo huevo de avestruz. Verdaderamente una tortilla descomunal. También tiene huevos de emú y de casuario. El huevo de emú es de color prácticamente negro y mucho más alargado que el de avestruz que es redondeado. El sabor de este huevo es bastante peculiar. Una de las cosas que sí suelo hacer es ponerme a observar de soslayo las caras y los gestos de los otros comensales. El 90% no son más que unos catacaldos. Son ese tipo de gente del «culo veo, culo quiero». Luego, satisfecha su curiosidad gastronómico- morbosa, se aclaran que la han cagado, pues donde esté una buena tortilla de patatas con los huevos de nuestras gallinas o una buena costilla de ternera a la brasa, que se quiten todo ese idiotizado afán de pruébalotodo.

Pero en fin, somos como Dios nos hizo. Y en esto de la curiosidad, incluso somos peor.