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Puede que, en el futuro, «La Celestina» deje de leerse en las aulas. Puede que deje de leerse cualquier obra. Punto. A no ser manuales de instrucciones o mensajes cortos e inocuos. Será la victoria final de quienes, lenta y sutilmente, están extrayendo de los planes educativos todo lo que induzca a la reflexión, a la sensibilidad y a la ética. De aquí que, por ejemplo, no haya, en vuestros institutos y escuelas, hueco fijo y obligatorio para el teatro o para el arte por excelencia del siglo XX: el cine. Por eso vuestros hijos –y probablemente los hijos de vuestros hijos- estén en serio peligro. Porque los anhelan sumisos, insensibles, sin criterio propio y, por tanto, fácilmente manipulables desde el poder, sea éste del color que sea. Jóvenes que, sin opinión ni capacidad de respuesta argumentativa, den siempre por válido lo que dicte el barriobajero jerarca de turno.

Cuando nació, «La Celestina» tuvo que sobrevivir entre dos mundos opuestos, que reflejó magistralmente: la caduca mentalidad medieval con su visión teocéntrica del mundo y el inicio de un vivificante humanismo que ponía al hombre como centro del universo. Hoy se movería entre una sociedad en declive, propensa, todavía, a la conservación de ese humanismo y otra, devastadora, pujante y, básicamente, tecnologicocéntrica (séate permitido el neologismo) en cuyas aulas solo tendrían cabida las disciplinas susceptibles de traducirse en algo tangible, rentable... Materias que alejarían los principios, la moral, el bien común y la solidaridad del alumnado para hacerlo esclavo de las nuevas tecnologías. A saber: un alumnado hueco, pero competente y competitivo.

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Por eso aplaudes, de manera entusiasta, la inminente puesta en escena, en el Orfeón Mahonés, del texto de Fernando de Rojas: porque esa valiente apuesta dirigida por Isabel González os invitará, desde el edén del teatro, a pensar sobre vosotros mismos, a ver los frutos de un trabajo bien hecho, a gozar de la belleza incontestable de la palabra, a disfrutar de una dicción hecha música, a constatar lo poco –o nada- que habéis cambiado... La representación será como acceder a lo que ya se os niega o a lo que se os intentará negar: vuestra capacidad de ejercer como hombres libres...

Al igual que en el lenguaje, las funciones del cine y del teatro son múltiples. Pero, una, sin duda, es la de ser espejo de una sociedad. Un espejo que, en ocasiones, muestra a esa misma sociedad una imagen que no le es grata y que, como tal, es conveniente quebrar. Porque sigue habiendo celestinas, aunque sean de distinto pelaje, se dediquen a la política y sus bolsas no sean sino paraísos fiscales. Porque se continúa intrigando y manipulando... Porque la avaricia y el capital insisten en dirigir el mundo... Porque sobreviven las prostitutas, a pesar de ser otras y las de la tragicomedia te merezcan mayor respeto. Porque la vida humana carece de valor cuando algunos oyen el tintineo de unas monedas, el resplandor de un collar o el ruido del petróleo que emerge. Porque el amor, en ocasiones, demasiadas, se compra o se vende... Y porque os empecináis en vuestras miserias aún a sabiendas de que éstas os llevarán al abismo...

Tal vez, un día, en las aulas desasistidas, nada humano encuentre cobijo. Únicamente la tecnología. Pero –espero- habrá probablemente ese día un Orfeón Mahonés u otra institución parecida que, con coraje y talento, sepa suplir el volumen de tantas ausencias. Un teatro, una película, un texto, una obra, una frase, una representación, un telón que se alza, un trabajo de seis o siete meses, unas palabras redivivas, una tarea bien hecha, unos actores y actrices, un equipo técnico, un grupo de comediantes metidos a héroes, que os recuerden –a vosotros y a vuestros hijos- la inmensa grandeza de lo que significa ser hombre y sentir como tal, para desesperación de quienes, desde su enanismo moral, os pretendían meras teclas de ordenador...