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Mientras los partidos se suman a la campaña navideña con novedosas estrategias publicitarias (somos ávidos consumidores de mitos y promesas), los líderes mundiales se reúnen en París para salvar el planeta. Con el aire, el agua y el fuego, no se juega... La Tierra durará más que todos nosotros, pero deshumanizada ¿qué gracia tendría? Decir la verdad, pedir sacrificios, llegar a acuerdos con la competencia, no da votos. Tampoco hay que hablar de cosas que los votantes no entienden, por demasiado complejas o peliagudas. Un lenguaje infantil y sencillo, tipo twitter, resulta más efectivo. Nos hemos vuelto hooligans que luchan por el poder. Poco cooperativos y tolerantes. Maniqueos.

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El abuelo recuerda que se redactó una Constitución para superar una guerra. Pero pocos se la han leído y el trauma parece difícil de olvidar. La guerra siempre vuelve. Maldita sea. La imposibilidad de perdonar, de ceder, de comprender, o de no imponer lo que pensamos o sentimos a los demás, acaba siendo una seña de identidad que nos distingue y aprisiona. No sabemos ni queremos saber lo encerrados que estamos, lo mucho que ignoramos. La ciencia es una creación humana admirable que aporta datos y observaciones, hipótesis y teorías. Su precisión y sus beneficios son inmensos. Por eso sabemos lo que ocurre en nuestro planeta. Los científicos nos advierten del peligro. Pero no queremos creerlo. La salvación es una cuestión de fe.