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Antonio es, en terminología moderna, invisible. O sea: uno de esos a los que la sociedad ignora. Pero hoy le han regalado un globo, un clavel y un bolígrafo. Y a él la cosa le ha venido como de sorpresa. No sabe qué hacer con el globo. Su hijo partió a destiempo y no le dejó el consuelo de un nieto a quien obsequiárselo. El clavel se lo dedicará a ella, de quien cuidó a solas hasta que optó, en terminología de Cernuda, por trasladarse a los vastos jardines sin aurora. ¿Y con el boli? No tiene –se da cuenta de eso una vez más- a quién escribir, como el coronel de García Márquez, pero a la inversa. Hubo un tiempo en que, con otro boli, rellenó infinidad de impresos solicitando ayudas a la dependencia para Ella, así, en mayúsculas... Él, hombre de campo y fuerte en todos los sentidos, sabía que, sin embargo, con eso, no podría. Y no pudo. A fin de cuentas nadie puede con ese mal que destiñe recuerdos, borra nombres y priva de dignidad. Las ayudas, escuálidas, mudadas en verdaderos sarcasmos, llegaron. Pero tarde y, por tanto, mal. Ella –Ella siempre irá en mayúsculas, porque para el anciano no hubo otra- llevaba ya casi tres años muerta cuando llamaron a su puerta...

Antonio vive ese día electoral con perplejidad. Son muchos los que este sábado se han hecho, sí, visibles... Y no únicamente él. También los políticos que le cerraron sus puertas o que, simplemente, no se las abrieron cuando quiso describirles el horror diario del alzheimer. No hubo entonces esas sonrisas bañadas de hipocresía que Antonio ha ido rechazando, eso sí, cortésmente; esas que acompañaban a ese globo sin sentido, a ese boli sin destinatario, a ese clavel sin aurora...

Antonio arrastra los pies y sigue con su paseo. El globo se le ha escapado de sus manos con artrosis y se ha izado hacia un cielo desde el cual –piensa ahora- los vendedores de ilusiones se mudan en simples puntitos, visión que deberían tener de sí mismos aquellos que este sábado se han mostrado tan generosos para con él. Igualmente volarán las promesas hechas, las palabras dadas, las ya insoportables e iteradas propuestas de tarifas planas, regeneraciones válidas, voces que –ahora sí, ayer no- se oirán definitivamente en Madrid... En ocasiones, Antonio se pregunta por qué no llueve ceniza o humo...

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Antonio, en ese sábado feo en el que una sociedad celebra anticipadamente un ya no sabe qué (¿mero consumismo?), se siente cansado... Se pararía a tomar un café, pero luego visualiza el saldo de su jubilación y desiste... Mira el clavel y se recuerda que tendrá que darse prisa en llevárselo a Ella, porque el pobre anda, como las intenciones de quienes se lo dieron, un tanto cariacontecido...

Finalmente, en un recodo de la ciudad, como escondido, halla a quien quieren hacer igualmente invisible a pesar de ser origen de lo que, al menos en teoría, se celebra con neones e incoherencias. Le duele el lugar. Es –se dice- como si lo hubieran metido en el cuarto de pensar. Pero Antonio se lleva bien con Él. De hecho, lo acompañó y sostuvo en esos días... Y mientras evoca sus enseñanzas –verdadero progresismo bañado con sangre propia- se santigua, como en acto de reparación, mientras se avergüenza de una ciudad comandada por tanto sectarismo anacrónico...

Mañana irá al cementerio. Mañana Antonio volverá a ser nadie. Mañana no recibirá sonrisa alguna, salvo la que emana de esa foto que preside una mesa camilla con tapetes desvaídos. Mañana no habrá bolis, ni globos, ni claveles... Mañana, como ayer, como siempre, Antonio no importará... Su miserable pensión seguirá siendo la misma. Su hijo seguirá muerto. Su mujer seguirá en ese vasto jardín... Y esos, los de las mesas, seguirán inmisericordes trabajando por su egocentrismo metido a causa social. Mañana, como el globo de marras, seguirán volando por los cielos de la deshonestidad, una vez más, mentiras de tarifas planas, paros vencidos y regeneraciones varias... Mañana no será ya sábado... Por lo menos, ese sábado...