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En la Constitución de 1812, la primera, solo se contempló una cámara. Fue en la de 1837 (aunque tres años antes ya se creó por decreto) cuando se organizó la Cámara Alta o de Próceres, que después se llamaría Senado. En la República se eliminó. Y con la Constitución del 78 se convirtió en cámara territorial, con 248 senadores, que ahora, en la décima legislatura que ha terminado, han sido 266. Una pequeña inflación.

En Menorca, lo de elegir a nuestro senador siempre nos ha hecho gracia, es algo hasta simpático poder votar a una persona para que nos represente en Madrid.

Yo creo que el Senado es una cámara inútil, no ha servido para vertebrar la España de las autonomías, ni realmente resolver las demandas locales. Solo para hacer alguna pregunta sobre las mismas y obtener una respuesta escrita como si el documento tuviera algún valor. Es decir que si el Senado se suprime no se derramarán muchas lágrimas.

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Sin embargo tener algún menorquín diligente que se preocupe realmente por nuestros temas en la capital del Reino no es una tontería. Pero elegir a alguien que después se diluye en las disciplinas de partido y que al final forma parte de la tropa parlamentaria que sigue las estrategias del partido, es un gasto innecesario.

Cuando Antoni Villalonga, que fue senador tras la victoria de Felipe González en 1982, ya había perdido la confianza de su partido, en un debate en el Cercle Artístic se le preguntó para que servía un senador. «Para cobrar un buen sueldo», afirmó.

Nuestro representante en Madrid debería ser elegido en una lista abierta. Debería llevarse una maleta llena de temas por gestionar y rendir cuentas con frecuencia. O quizás sería mejor abrir una oficina en la capital y buscar un agente espabilado, aunque no sea político de profesión.