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Por una parte me es indiferente pertenecer al siete por ciento de las personas que practica la religión; por otra, es fastidioso. Un porcentaje tan irrisorio me rebaja a un nivel de especie rara. Y, visto los tiempos que corren, en vías de extinción.

La misión de la Iglesia consiste en divulgar la Palabra de Dios hasta el último rincón del planeta. Esta es su misión. Pero también debe serlo convencer a las personas de la verosimilitud del mensaje. Y este siete por ciento desdice cualquier estimación de efectividad.

Una empresa comercial defenestraría a los responsables de los departamentos de ventas y marketing, y convocaría un consejo entre sus ejecutivos para detectar fallos y elucubrar argucias que mejorasen el porcentaje. Algo positivo de seguro sonsacarían. La tormenta de pensamientos insuflaría nuevos aires de cara al futuro.

La Iglesia ha tratado siempre de alcanzar el espíritu sin detenerse en la cabeza. Y el hombre es cabezota y cabezón. No se le puede entrar por un muslo ni por un pie... ni directamente al espíritu. La cabeza es la morada del hombre, y el espíritu la de Dios. Son dependencias distintas. Para que el mensaje llegue se debe abrir la cabeza, como si fuera una puerta, y depositarlo en su interior. Entonces sí, el hombre comprende. Pero el espíritu no, el espíritu no razona, sólo oye o siente. Decía Chesterton: «yo idolatro la razón, pero dejo que mi corazón devanee». ¡Todos somos Chesterton! Siempre ha sido, es y será así, per secula seculorum.

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Los teólogos de la Iglesia realizan su labor, traduciendo la letra imaginativa de los evangelios. Ahondan en matices y descubren nuevos mensajes. En suma, enganchan de arriba hacia abajo, del cielo a la tierra.

A pesar de ser muchos de ellos también psicólogos, no acaban sin embargo de captar la cabezonería del hombre. Ya pueden repicar campanas, ya pueden ser ciertas las suposiciones celestiales, ya puede haber incluso algún milagro que seguramente el noventa y tres por ciento del electorado se escabullirá. En cambio, una sola razón, una sola, que nazca de la tierra, hermosa como una lechuga, que conecte con los misales, puede en verdad hacer reflexionar al hombre. Una razón que progrese de abajo hacia arriba, de la tierra al cielo.

Los tiempos han cambiado. La ignorancia y la hambruna han dado paso a la cultura y a la opulencia. Convendría modificar las homilías, sin alterar la Palabra. La Iglesia necesita leer la tesitura del hombre tan consecuentemente como las Sagradas Escrituras. Los teólogos deben enganchar también a partir del hombre, de abajo hacia arriba.

Un doble enganche, cierre de seguridad.