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Instalados, desde la noche del 20 de diciembre, en la incertidumbre de las medias verdades, las grandes mentiras y el tacticismo de los partidos, hallamos respuestas en quienes opinan desde la experiencia y la inteligencia.

Enric Sierra, en La Vanguardia, advierte que «la alternancia política en los gobiernos es positiva y saludable, pero no debe comportar un incremento de los problemas para la ciudadanía». Porque los grandes proyectos requieren grandes consensos para que sean respetados de un mandato a otro. Esto es muy aplicable a gobiernos en minoría como el de Barcelona, donde Ada Colau gestiona la ciudad con solo once de los 41 concejales de la corporación municipal. El exministro Josep Piqué, que hoy preside el Círculo de Economía de Cataluña, constata y lamenta la desaparición de la burguesía catalana y su silencio por la «comodidad de la falta de compromiso colectivo; son empresarios pero no son burgueses; son simplemente ricos».

Lúcido y sereno, el mallorquín Valentí Puig ya escribió -incluso antes de estas elecciones generales con resultados endiablados- que «en España no nos ponemos de acuerdo para decidir lo que es España», porque la gran reforma pendiente no es la constitucional, sino la educativa. Lideramos, sin sonrojarnos, el abandono escolar en Europa y los peores índices de (in)competencia tras la escolarización. Puig, severo, nos riñe al recordarnos que «hemos olvidado la Transición, y la desmemoria constituye una prueba de ingratitud; no querer entender lo que significó».

Y Juan Luis Cebrián, que ya no veranea en Menorca, razona que «este país debe su modernización al esfuerzo llevado a cabo desde hace cuatro décadas por la cuestionada vieja política, capaz de conducir a los españoles a través de la reconciliación y el esfuerzo común». Un logro que corre el riesgo de ser dilapidado.