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Puede que se llame Paco. Y puede que, a estas alturas, ni él mismo lo sepa. El exceso de «Don Simón» produce esos efectos. Cuando describe su vida, tiene, sin serlo, mucho de gitano. Porque, al igual que en el texto cervantino, tiene al cielo por techo. En verano. En el resto, lo que se vislumbra desde su cama eternamente improvisada es un televisor fotografiado en un cartón o una lavadora que únicamente lava ropa, que no conciencias. Si Paco todavía no se ha dejado arrollar bajo un tranvía o tirado desde un puente es porque no está muy bien informando de la que está cayendo. Y no sabe que, ahora, lo prioritario es sajar del Congreso de los Diputados la última palabra por machista. A él –y él no lo sabe- eso le importa un kínder... A pesar de que hubo una época en la que amó profundamente el edificio de la Carrera de San Jerónimo. Fue cuando lo de Tolo, el Policía Nacional que hacía, para con él, la vista gorda. Paco, en esos días gloriosos, construía y deshacía diariamente su casa de despojos cerca del Congreso, porque, sabiéndolo vigilado, se sabía también él vigilado. Y Tolo, el policía -¡ya saben!- lo saludaba prudentemente desde la distancia, como diciéndole que estuviera tranquilo, que él estaba ahí, protegiendo a los leones avergonzados, pero protegiéndole igualmente a él, por si algún facha cabrón o algún sádico adolescente, desde su repugnante opulencia inmerecida, le echaba sobre su catre gasolina y le daba luego por encender un mechero de símbolos nazis. Después a Tolo lo expedientaron. Y Paco intuyó el por qué: demasiado corazón para ejercer oficio...

Actualmente, Paco duerme en Arenal o en Preciados o en... Con su frío y miedo a cuestas ... Aunque, de tarde en tarde, Tolo va en su busca y le pregunta y le da algo para ir tirando y le cuenta que le ha encargado a un compañero que lo vigile ... Paco, que es perro viejo, sabe que miente. Pero, para quien deambula solo, la mentira es buena, porque es compañía...

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Paco se levanta sin saber qué hora es... Ni falta que le hace. Se palpa, para constatar que está vivo. Traga saliva y procura hacerse a la idea, un día más, de que sus cartones y su mal olor no son pesadilla, sino realidad. Después se levanta a plazos, se golpea los brazos y el raído traje metido a piel y se endereza, como buscando la dignidad arrebatada que él, no obstante, no siente como tal. Y recoge sus cartones, pliega sus mantas –o lo que sean eso- y lo arrincona todo junto a un recodo. Él ama a su ciudad... Mientras, alguien, con sorna, le suelta que él ya no es un mendigo, sino un «invisible»... George Clooney lo ha dicho. «¡Leñe, pues cojonudo!» –le ha espetado al informador-. A Paco le hubiera gustado más que el Clooney ese se le hubiera acercado y echado cuatro perras. El invisible sabe que las palabras caritativas y públicas no alimentan, salvo al ego de quien las pronuncia.

Y Paco inicia luego su andadura, con sus temblores etílicos a cuestas y ese perro que últimamente le viene siguiendo, como diciéndole: «¡Eh, compadre, que soy de los tuyos, deja que la vida nos jorobe juntos!». Y, ¡natural!, mendiga... Un letrero sintetiza su vida. No obstante, se queda corto al no incluir la duda de por qué los perdió, de por qué no supo domar su dolor, de por qué se fue dejando, de por qué derribó la primera pieza de dominó...

Y cuando Madrid bosteza, Paco reedifica su casa. Hoy, ya, con ese/su perro al lado, rogando para que el amigo de Tolo esté, sí, por ahí... Y observando la tele de su cartón, ve nuevamente los rostros de Ella y de Ellos y de esa ficha que fue el principio de todo... E intenta dormirse añorando las noches seguras del Congreso, ese en el que nadie, por su narcisismo, está por la labor, ni tan siquiera los más hipócritas, aquellos que le dijeron, un día, que lo suyo era cuidar de él y de miles de personas como él... Y Paco, a la postre, se da cuenta de que el Clooney ese hizo bien en cambiar el nombre de su oficio y llamar a los mendigos invisibles... Porque lo invisible jamás duele...