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Cuesta creerse que hubo un tiempo en que los trabajadores asalariados de Asturias organizaron una de las más curiosas protestas (huelga) que se recuerdan porque lo que reivindicaban era que no les obligasen a comer salmón más de tres veces a la semana. Estoy hablando de los maravillosos salmones de los ríos Deva, Cares o Sella entre otros. Yo he comido salmón del Sella. Les puedo garantizar que esa delicatessen debe ser lo que comen los domingos en el cielo. Hoy no es fácil, disfrutar de un salmón asturiano sin que no le dejen a uno la cartera tiritando. También recuerdo con nostalgia cuando aún se podía comer una gruesa de ostras entre unos amigos bien avenidos sin tener que arruinar la economía de todo un mes. Una gruesa son 144 ostras. En algunos puertos de Galicia y del sur de Francia, las solían tener amontonadas en los muelles como si fueran montones de patatas. Sólo hacían falta unos limones y una botella de albariño. Aunque no quiero dejar de decir que por aquellos años las ostras estaban consideradas alimento de la clase obrera y que casi nadie las comía. Los menestrales bien estantes, si alguna vez las consumían, las acompañaban, sobre todo en Francia, con un chorrito licoroso en vez de echarles por encima unas gotas de limón. Las regaban con Chablis. En los primeros años del S. XX las ostras solían tomarse con vino dulce, costumbre que perduró en algunas zonas hasta bien entrado la mitad del siglo pasado. En Francia se tomaban por ejemplo con un Sauternes francés. Hubo un tiempo, y no hace por eso tantos años, que un pobre de solemnidad podía arrimarse tres docenas de ostras por tres pesetas.

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Esto que les estoy contando me trae a la memoria lo que me contaba mi amigo Ramón Caballer, que el señor tenga en su gloria, sobre las centollas (cabra). Los pescadores les cascaban la huesa del caparazón y las echaban al mar porque nadie las quería ni regaladas y además les malbarataban las artes de pesca. Cuando los pescadores en sus magras economías se veían obligados a consumirlas, cerraban puertas y ventanas para que el olor no apercibiera a los vecinos de que la economía casera andaba tan apurada que tenían, por no tener otra cosa, que comerse unas cabras. Me decía Ramón Caballer que solía bajar al puerto donde prendían unas ascuas sobre las que echaban unas cuentas cabras que degustaban de esta suerte, asadas a la brasa, cuidándose de que la leña no fuera de pino porque la madera resinosa del pino deja una herencia sobre lo asado desaconsejable.

No ha muchos años que falleció Álvaro Cunquerio, escritor, periodista y poeta, además de un buen entendido de la cocina gallega. De él aprendí que hubo un tiempo en que las angulas (la cría de la anguila) no la comía nadie. Quizá porque nadie había aun dado con el sencillo secreto de cómo deben guisarse. Como en tiempos pasó con la salsa mahonesa, la más sencilla y noble de las emulsiones; basta con tener aceite y un huevo. Pues con las angulas igual, fritas en su orfandad no valen absolutamente nada, pero si las añade usted un diente de ajo cortado en juliana y cuatro rodajitas de una guindilla picante, descubrirá que esa vecindad les da un sabor entre lo glorioso y lo divino, de manera que hecho el descubrimiento empezó a subir como la espuma el precio de las insulsas angulas. Y esta es la hora en que se han convertido en uno de los manjares más caros que puedan llevarse a la mesa.