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El ferry atracó en Dover con mucha vibración y gran trasiego. En el mismo momento en que puse los pies a tierra, se desató una violenta shower, que así es como llaman alli a los repentinos chaparrones, que aparecen y desaparecen de golpe, sin previo aviso de nubarrones ni ventoleras.

Allí estaba yo, calado hasta los huessos, cargado con todo mi equipaje, yendo de un andén al otro: la primeros objetos que compré en Londres fueron una gabardina y un paraguas. Intentar cambiar una libra esterlina por monedas para el teléfono resultó tarea inútil : todas las tiendas y chiriguitos exibian este letrero: «No change».

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Mi amigo Pedro, que trataría en vano de venir, en previsión me había enviado un carta con la dirección del hotelito que me había reservado. Los taxis son ahora menos funerarios que los de antaño (año 58), y el tráfico, aunque denso, era educado, como siempre.

El hotelito, con las señas de bread-and-breakfast, se asentaba casi en la plaza de Trafalgar, al inicio de Charing Cross, y los dueños eran gente sencilla, con acento cockney. Ellos sabían que al día siguiente llegaba una amiga francesa, y me preguntaron si estábamos o no casados. Les dije que no, pero que estábamos prometidos, siguiendo las instrucciones de mi amigo mallorquín. «All is okey, then, you are wellcome». Mi palabra les bastaba, ellos eran británicos…