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No sabes dónde está el Clint Eastwood que acabó por subyugarte. Lo único que sí sabes es que ha vuelto Harry Callahan, con su Magnum 44 y con su ya histórica frase de «¡Anda, alégrame el día!»… Lo que no sabes –repites- es en qué lugar se halla el Eastwood que, en «Cazador blanco, corazón negro» elaboró uno de los más bellos alegatos en contra del nazismo o el que rebosaba sensibilidad junto a los puentes de Madison o el que rozaba la perfección y la ternura más absolutas en «Un mundo perfecto» (considerada, por muchos, entre ellos el «New York Times», como su obra maestra) o el que… Tal vez la desaparición se deba al insano retorno de «El Sargento de Hierro», del detective-ejecutor, de aquel que hacía de la violencia, solución y del ojo por ojo, remedio. Del que se pasaba por el forro constituciones, legalidades, leyes y jueces (todos –por supuesto- corruptos)… Eres consciente de que hay que desligar vida y obra de un autor, aunque ambas, en ocasiones, resulten dolorosamente antitéticas. A modo de ejemplo: por una parte la defensa a ultranza de la marginalidad en la España de postguerra de «La colmena» y, por otra, el hecho de que Cela hubiera sido censor durante el franquismo. Aunque esa dicotomía es muy difícil de realizar, porque los sentimientos, en ocasiones, son incontrolables…

De ahí que el respaldo de Eastwood a Trump y sus incalificables declaraciones en «Esquire» sobre el candidato te hayan dolido, al provenir de alguien admirado, de aquel pistolero de «Por un puñado de dólares» que, paulatina pero inexorablemente, como actor y director, había sabido ir avanzando en madurez y sensibilidad… Eastwood había dejado de ser el inspector Callahan para mudarse –los ejemplos serían infinitos- en ese ladrón que a hurtadillas fotografiaba, desde la distancia y el amor, a su hija, en sus momentos vitales («Poder absoluto»); el mismo Eastwood que, en una tarde de lluvia y parado en un semáforo, esperaba inútilmente a que una mujer abriera la puerta de un coche desvencijado; el que… El otro Eastwood, repleto de humanidad y talento…

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El actor perdido ha manifestado, recientemente, cosas como las siguientes, a propósito del candidato republicano: «Cuando yo era pequeño a estas cosas no se las llamaba racistas»; «esta es una generación que se dedica a besar el culo a todo»; «Trump da en el clavo porque secretamente todo el mundo empieza a estar cansado de la corrección política y de las carantoñas»; «es aburrido escuchar esa mierda»; «es una generación (la americana, a la que tilda de sensible y débil) de cobardes y nenazas: todos caminan sobre huevos»…

Y finalmente sabes –perdonen ustedes la iteración del verbo- que, a partir de ahora, tendrás que hacer un verdadero esfuerzo por olvidar esas declaraciones cuando revises o asistas al estreno de alguna de las producciones del galardonado director de «Sin perdón»…

Pero si por ser «nenaza» se entiende no ser racista; creer que la violencia no soluciona sino que empeora cualquier situación; no confundir debilidad con sensibilidad; huir de un lenguaje barriobajero que incita al odio; pensar que el diálogo no es andar entre huevos; sumarse al carro de lo políticamente correcto (salvo ñoñerías) y lo moral; dejarse guiar por la legalidad y no por el revanchismo… Si ser nenaza es lo explicitado, quieres ser una nenaza como la copa de un pino… Porque el mundo perfecto del que hablaba el director únicamente se alcanzará cuando lo transiten esos débiles, sensibles y tontos que no creen que ir por ahí pegando tiros o agraviando o incitando al rencor o vendiendo que América es mucha América sea la pócima a cualquier mal… ¡Qué pena que no podamos soñar, en ocasiones, en una sociedad más igualitaria y fraternal, ni tan siquiera en el cine! ¡Qué pena, en definitiva, haber perdido la belleza de los puentes de Madison para reencontrarnos, al final del camino y nuevamente, con una Magnum 44!