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Algunas veces la realidad se parece a las películas. Es probable que en muchas de las producciones catastrofistas que tanto gustan a los norteamericanos, cuando se reestrenen, puedan incluir «basada en hechos reales» o «nos anticipamos a lo que iba a suceder».

Que Donald, no el pato, sino Trump, haya accedido a la presidencia de Estados Unidos no deja de ser un síntoma de la catástrofe que se cultiva en los ámbitos social y político. Otro síntoma, el día después de tomar posesión del cargo firma el decreto para anular la reforma sanitaria de Obama que ha permitido dar cobertura a 20 millones de personas.

Además de su intención de mano dura contra los inmigrantes ilegales (muchos en Europa toman apuntes) y de sus bravuconadas de macho que insulta a las mujeres, lo que más asusta es su negación del cambio climático y su intención de actuar como si la crisis del clima no existiera.

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En el reloj de arena de la evolución, Trump es también el síntoma de que el ritmo de los cambios se ha acelerado. Así es en la crisis política. Los partidos que han gobernado en las últimas cuatro décadas han iniciado una operación limpieza. Lo hacen por necesidad, pero es imprescindible que la lleven a cabo a fondo para recuperar la confianza y levantar un muro democrático para que la libertad no sirva solo para el ascenso de los radicales.

Hay quienes defienden la teoría de que a pesar de que todo se mueve al final nada cambia. O que si algo está cambiando, lo hace a tanta altura que nada se puede hacer para evitarlo.

Ayer se vio a mucha gente comprometida, los que salieron a la calle, los que no cantaron para que Trump bailara consigo mismo o los se negaron a confeccionar el vestido de la esposa-sirena.