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Un profesor de Periodismo explicaba de forma gráfica nuestro oficio. Exhibía una larga butifarra entera y decía: «Esta es la verdad». Después la troceaba en pequeñas partes, las mezclaba en un bol y exclamaba: «¡Venga periodista, reconstrúyela!». Sabíamos que la butifarra nunca sería la misma, pero podíamos aproximarnos buscando los datos sobre quién la embutió, de dónde procedía el cerdo, qué productos se utilizaron, dónde se vendió, por qué se rompió la cadena de frío y para qué la troceó tanto el profesor si no para que viéramos que explicar toda la verdad casi nunca es posible.

Hoy existe una cierta tendencia a renunciar a buscar la verdad y a acomodarse a repartir o compartir razones. En los políticos es lo habitual, pero también es algo corriente entre los periodistas, especialmente entre los que ajustan la información a los argumentos de tertuliano. Es decir, primero se prejuzga, con los datos superficiales y las fuentes interesadas y después se reconstruye una historia para consolidar los argumentos subjetivos.

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Nos oponemos a aceptar que la verdad es única, aunque cueste mucho llegar a ella, y aplicamos como sustitutivo la razón, como sinónimo, es decir si no podemos tener toda la verdad lo que sí queremos es tener toda la razón. Si fuéramos capaces de reconocer que solo disponemos de una parte de la razón sería más fructífero el diálogo y más fácil el acuerdo. Esta semana lo hemos visto con la polémica centrada en el alcalde de Es Migjorn; con la madre lactante que reclama sus derechos en un centro de trabajo público; con la negociación con los estibadores; con, de nuevo, los usos del «Verge del Toro».

Los que ya no se preocupan de la verdad y reclaman la propiedad de toda la razón son como Trump, un hombre a quien le estorba la democracia que le ha dado la presidencia.