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Me prometí a mí mismo no volver, por hastío, a mentarle… Pero me lo ha puesto difícil… En este domingo plácido, de vívidas luces que entran, juguetonas, por los ventanales y se pasean, indiscretas, por los variopintos objetos de mi sala (pedazos de intrahistoria irrecuperable); en este domingo –repito- ha vuelto a tronar su repugnante voz para iterar que «Estados Unidos ha dejado de ser un gran país porque lleva años sin ganar una guerra»

Lo siento: no quiero ganar guerras. No creo que la grandeza de un país se mida por el número de muertos. Más bien por lo contrario: por su ejemplar capacidad de resolver conflictos. Sé que le decepciono. De lo que, por otra parte, me alegro. Séneca (a todas luces no sabrá quien fue) sentenció: «Una buena opinión sobre tu persona habrá de alegrarte o disgustarte. Dependerá de quien la tenga».

Lo siento: no quería hablar de usted. Pero me lo pone difícil. Lo he dicho ya. Pero incluso ha logrado que cambie la persona gramatical que suelo utilizar en mis artículos. He pasado de la segunda a la primera. Porque, a la postre, lo nuestro es personal.

Miro ahora la sala. Está radiantemente iluminada por un sol madrugador que reaviva viejas fotos. Algunas, como las de mis padres –y las de tantos amigos y padres putativos- me hablan de esos valores que me inculcaron y que amé y amo y con los que no siempre he sido consecuente. Son –lo siento- antitéticos a los suyos. Y descubro luego los exámenes de mis alumnos que se apilan en espera de corrección. Al contemplarlos, me inquieto por el futuro de quienes los firman. A mi edad el futuro es ya de otros. Y sé que usted les está preparando (aún peor: construyendo), un decorado sombrío y aterrador, perfumado por el rancio olor del odio que tanto vende; esbozado con los colores de la xenofobia, que tan rentables parecen ser últimamente en las urnas; edificado sobre la incultura y la prepotencia, esas que, de pronto, ajenas a la miseria y sustentadas en la riqueza, le hicieron creer que usted era John Wayne. Un decorado izado sobre cimientos de soterrada caridad. Y no es eso –lo siento- lo que quiero para ellos, ni de lo que les hablo en mis clases.

No sé si sabré continuar. Porque todo es repugnante. Especialmente usted.

Lo siento. Tampoco va usted a censurarme.

No escribo para el «The New York Times». Escribo para un diario que, al igual que el americano, tiene, sin embargo, y pese a su bellísima pequeñez, dignidad.

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Lo siento.

No quiero izar muros. Pero sí puertas. En el convencimiento de que cuando nació todo esto, lo hizo sin vallas, sin fronteras, sin esencias patrias, sin seres humanos de primera y segunda categoría atendiendo al color de su piel o a lo abultado de su bolsillo.

Lo siento. Pero le diré una vulgaridad: probablemente usted orine igual que un negro.

Lo siento (y esto va a joderlo): Usted pudo ser un inmigrante. De hecho lo fueron, pero armados, cuando conquistaron a los nativos de un continente. Por eso aman los rifles. Lo suyo es pasional e ingenuo. Exentos de tradición cultural milenaria, siguen siendo niños, aunque peligrosos.

Lo siento: nunca me gustó su país, por lo menos esa América profunda en la que se mantiene la pena de muerte (aplicada mayoritariamente a los negros y a los débiles) y en la que la presidencia se vislumbra como faro a seguir.

Y ya puestos: me parece infeliz. La soberbia suele ocultar engendros. Incluso dudo, seriamente, del amor de su esposa. Me dirá que eso es asunto personal. Puede. Pero trasciende cuando la irrelevancia de ésta y el papel que le ha sido designado me retrotraen a una visión machista de la mujer que, afortunadamente, hoy, se intenta enterrar.

Y lo siento: porque cuando habla de Dios tengo la certeza de que no tiene ni puta idea de cómo es. Su ignorancia en este terreno –y en todos- es supina.

Puedo continuar. Pero las arcadas me lo impiden. Así que decido alejarme de usted y retomar el uso de mi segunda persona. Es –lo sabes- una medida meramente higiénica.