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No sabía qué hacía aquella hermosa mujer duchándose en su cuarto de baño. «¡Señora!, ¿usted y yo nos conocemos de algo?». La espectacular rubia de ojos claros como el agua de Cala en Turqueta, le contestó: «¿Acaso hace falta?», mientras se secaba su larga melena dejando el resto del cuerpo al descubierto, ante los ojos asombrados del hombre que se preguntaba en qué extraña lotería había tentado a la suerte para que le tocara un premio como el que tenía delante. La desnuda tentación se acercó hasta regalarle el glorioso anticipo de un beso.

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Notó lo bien que olía su cuerpo, la suavidad de unos labios capaces de hacer pecar al más santo varón. «Oiga señora, que estando donde estamos y como estamos, esta es la hora que ni siquiera sé cómo se llama». La mujer dibujó una leve sonrisa dejando ver unos dientes perfectos enmarcados en una boca que aseguraba promesas por cumplir. «En la universidad me llaman el pibón», dijo. El hombre pensó pues tampoco hace falta otro nombre, pero no creo que me haga a llamarla pibón. «Por cierto, ¿y ahora qué?», pregunta él, y contesta ella: «No sé, usted sabrá…».

Fue un prolegómeno increíble, como si estuvieran interpretando una partitura de la más sensual melodía, pero sonó el teléfono y se despertó. Del pibón no quedaba ni siquiera su ropa en el cuarto de baño. Nunca pensó que se pudiera odiar tanto a un teléfono.