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Por múltiples razones, unas de obligación y otras de devoción, los menorquines se han sentido históricamente más próximos a Barcelona que a las islas vecinas del Archipiélago. En función de ese mismo vínculo que aproxima a la ciudad condal como punto de referencia con mucha más asiduidad que a Palma, por poner un ejemplo, el dolor brutal desparramado en las Ramblas hace una semana lo hemos experimentado tan cercano, tan propio, casi tan nuestro.

Cualquiera de los miles de isleños que pasan o viven en la gran urbe catalana podrían haber sido atropellados por el vehículo de la muerte que conducía el asesino yihadista intoxicado por la cultura del odio a otra religión.

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Sería difícil encontrar a un menorquín que no haya caminado alguna vez por ese paseo universal que une la Plaza Cataluña con Colón, una calle otrora vanguardista donde antes de la irrupción del turismo aparecían personajes de lo más insólitos. «Lo que no se vea en las Ramblas no se ve en ningún sitio», decía el padre de quien suscribe cuando la recorríamos muchos domingos en los 70 mientras los vendedores ambulantes anunciaban 'el gole', apenas una hoja con los resultados recientes de los partidos de fútbol. Entonces, incluso, llamaban la atención las personas de color que por allí caminaban.

Ya nada es lo mismo. Las Ramblas ya no sorprenden a nadie porque todo nos parece cotidiano en este mundo globalizado. Si acaso la diferencia radica en que la hermosa vía está ocupada por los turistas y apenas la frecuentan los propios barceloneses.

Tampoco será lo mismo regresar a Barcelona y recorrer las baldosas onduladas del centro de ese enclave emblemático de la ciudad. Recordaremos que un 17 de agosto una furgoneta blanca completó más de medio kilómetro eliminando 14 personas absurdamente a su paso convirtiéndola en un paseo de muerte. Ocurrió precisamente en las Ramblas que siempre había sido y seguirá siendo una calle de vida.