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Hubo una época –la de tu infancia, por ejemplo- en la que, al educar, se inculcaban valores. Unos eran los que emanaban del catolicismo –erróneamente impuesto por tiempos oscuros- y, otros, de una moral laica que brotaba del sentido común. Ambos alcanzaban, sin embargo, idénticas orillas y tenían parecida validez. Los instructores eran generalmente los padres y en su batalla no había oponentes. Ese proceso nacía en el hogar y se prolongaba en las aulas, donde los buenos maestros –que de todo hubo- pulían lo ya hecho, a sabiendas de que, amén de enseñar, también se podía formar... Por ende, la televisión y las redes sociales no se mudaban, por inexistentes, en antagonistas de los héroes citados y de las semillas que éstos iban sembrando en el corazón de niños y adolescentes. Y a pesar de las escaseces de una posguerra vomitiva, los progenitores aprendieron, aunque solo fuera por instinto, a buscar espacios temporales para dedicárselos a su prole.

- ¿Lo recuerdas?

Recuerdas como os enseñaban a no sisar en el cambio de la compra (que quien en poco hurta, en mucho roba), a no mentir, a perdonar y a saber pedir perdón, a trabajar, a ser honrados y honestos, a saludar, a utilizar el vocablo «gracias», a que ninguna desgracia os fuera ajena, a contentaros con lo que teníais... Fueron, sin duda, décadas de padres y madres ejemplares y ejemplarizantes que, silentes, y en circunstancias de extrema dificultad, supieron convertirse en magníficos pedagogos sin carné...

Pero existió igualmente un tiempo, más tardío, en que se proclamó, desde un progresismo tan rancio como falso (el progresismo nunca fue eso), que aquello de los valores olía a sacristía, que era algo políticamente incorrecto, que el rumbo tenía que ser otro y que la libertad o una libertad descafeinada exigía la abolición de todo corsé, de toda virtud, de todo buen propósito... La bondad se presentó, entonces, como ñoñería; la caridad como apaño y la buena educación como hipocresía...

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Hubo quien dijo que una persona sin principios era algo muy parecido a un coche sin frenos... Un coche condenado, tarde o temprano, al choque frontal contra algo o, peor aún, contra alguien...

Hubo –repites el verbo y su tiempo- décadas en que esa convicción adquirió carta de naturaleza y, a consecuencia de ella, vuestras autopistas del presente andan llenas de automóviles sin ningún tipo de control. El dolor o el descontento ante vuestros colapsos, desgracias, atascos y enfrentamientos actuales puede ser, pues, el fruto último de esa vieja y aciaga siega ética. Fruto agravado por las redes sociales en las que el odio anida y en las que se mueven, con soltura, auténticos psicópatas que se crecen amparados por la cobardía del anonimato. Así –y citas casos reales- se anhela la muerte de un niño enfermo de leucemia por el hecho de que le hubiera gustado ser torero; se anima a una minusválida a que busque piezas de recambio en los cementerios; se divulgan vídeos sobre palizas en calles y patios escolares; se amenaza de muerte; se incita a la violación colectiva de una política o se ríen las desgracias de los que no comulgan con vuestros ideales... Y el rencor crece de la mano de la ira sin que nadie sepa –tarde ya, muy tarde- cómo ponerle el cascabel al gato... Algunos whatsapps recibidos recientemente por quien esto suscribe sobre el denominado procés, y procedentes de ambos lados del campo de batalla, han alcanzado, en este sentido, ya, el paroxismo y un paroxismo verdaderamente vomitivo...

Ninguna sociedad puede sustentarse sobre el desamor hacia el otro. De la misma manera que, en un corazón donde habita el odio, ya no resta espacio para ningún otro sentimiento...

Tal vez sería conveniente rescatar esos viejos valores y el tiempo preciso para transmitirlos a quienes amamos. Hacerlo no os mudará en más o menos progresistas. Únicamente en personas mejores...

O eso o acostumbrarse a vivir en chatarrería o en nauseabundo cementerio de coches...