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La Reserva de la Biosfera en la que vivimos aún tiene agua con nitratos que sale del grifo y que las autoridades recomiendan no consumir, mientras que empresas embotelladoras se forran contribuyendo a plastificar todo el planeta. Pagamos agua no potable sin rechistar; abonamos indemnizaciones multimillonarias a promotores, en cómodos plazos, a partir de sentencias judiciales de las que nadie se hace nunca responsable; llevamos a cabo obras faraónicas que nos endeudan a muy largo plazo y hacemos pactos de gobernabilidad donde, en la práctica, se lleva a cabo el programa menos votado, pero cuyos pocos votos resultan decisivos para conseguir inclinar la balanza. Todo está muy igualado. Llueve de manera intensa y persistente estos días, ahogando los pertinaces lamentos por la sequía.

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Vivimos en la reserva. Como esos indios que se sentían unidos a la madre Tierra, hasta que fueron expulsados con violencia del paraíso. Releyendo la carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos, yo «sentir pena y meditar profundamente». La ecología es una ciencia del corazón. Solo una mente perversa puede destruir aquello que la sostiene, acoge y alimenta. Tenemos sed de agua sin contaminar. Respiramos un aire limpio por el que debemos estar agradecidos. Si la naturaleza se enfada o enloquece, nos acabará arrastrando como una de esas riadas torrenciales que, sin ninguna maldad intrínseca, se lo lleva todo por delante.