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El niño tiene tres años. Pero, cuando se irrita, dice «puta» y, en su rostro, aparece una expresión de ira no contenida. El niño no conoce el significado del vocablo pero, curiosamente, lo utiliza en el momento y modo adecuados, como método para agredir al otro... Se aprende, a edad temprana, no por el significado de las palabras, sino por el mensaje gestual que las acompaña. Ese niño no sabe lo que es una puta, pero ya ha aprehendido, porque la habrá visto, lo que es la cólera...

Naciste en 1957... 18 años después de una guerra vomitiva que se obstina en no morir, aunque tenga, hoy, 79 años... Se la dio por muerta en 1978. Y tú, que ansiabas no tener que pronunciar nunca jamás la palabra «puta» te creíste –inocente- el certificado de su defunción... Pero sigue ahí, con sus estertores, curiosa y macabramente asistida por gente joven que poco conoce de ella. Parafraseando a Delibes: la sombra de las contiendas es alargada. ¡Y cuánto!

Naciste en 1957 –iteras-. Y, en tu infancia de pobreza e ignorancia de Rector Mort, fuiste feliz con escasos juguetes, pero con calles solitarias donde, rara vez, los coches osaban pasar, por prácticamente inexistentes. El dictador contaba los años de paz entrecomillada como el gran logro de su gran locura. La guerra es atroz. Pero asimismo lo que viene luego... No sabías nada de eso. Y, sin embargo, percibías el odio en los vecinos, en las gentes silentes que veías pasar y que no se saludaban y que se apartaban y que se agazapaban bajo la solapa de roídos abrigos... Y los reconocías como vecinos... Y no entendías las razones... Porque nadie te las explicaba... Preguntabas. La respuesta era invariablemente la misma: el silencio, el temor. Ya de niño aprendiste que algo terrible ocurría o había ocurrido... Y que, en tu calle, había dos... Y que, en cada familia, había dos... Y que en cualquier cochino lugar en el que estuvieras, había dos... Nadie te habló de esa señora de 79 años que se empecina en no espicharla, pero percibías, como ese niño del taco, los fétidos eructos de su pesada digestión...

Cuando adolescente, y educado unilateralmente, te mostraron, adoctrinándote, dos mundos paralelos: uno era rojo, poblado por fieros demonios y el otro, azul, habitado por angelicales seres, hijos de un Cid que mataba en nombre de Dios en insoportable antítesis... Luego se quebró esa tierra y nació otra en la que, unilateralmente, también, se invirtieron los términos y, adoctrinándote por segunda vez, te enseñaron lo contrario. Siempre el dos. Siempre las verdades absolutas, viscerales... Y el odio, inmutable, transmitido de generación en generación...

Hubo un breve tiempo de oasis... Pero se quiere ahora regresar al calor del desierto, al fragor de la batalla... La señora putrefacta sonríe. Sus huellas perviven en los hijos de los hijos...

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Y estás cansado, a tus 61 años, de vivir así, rodeado de ira, explícita en tu niñez, agazapada –por los visto- en la Transición (hoy tan denostada, pero por ti tan amada) y nuevamente explícita en las clases dirigentes de la actualidad... En el Parlamento (y en otras instituciones), no anidan ya los argumentos expresados con inteligencia, ni los sanos deseos de regeneración, ni el ideario respetuoso para con el otro, ni el talento, ni la humanidad, ni el decoro... Pero sí la rabia que te ha estado acompañando durante toda tu vida...

La palabra hueca, la actuación circense, la preocupación populista que se sirve del pueblo solo para emerger, la corrupción y la ira como discurso no cesan... Y vuelven los adoctrinamientos y las unilateralidades y... El número dos...

Por eso harás, a la par, dos cosas, como pequeño grano de arena personal:

A- Recomendar a todos aquellos que abandonaron el oasis y que hacen de la convivencia un lodazal que lean «Las guerras de nuestros antepasados» de Delibes y...

B- Exigirles que, de una puta vez, te permitan, a tus 61 años, vivir sin que revolotee a tu alrededor el odio... Porque ya toca…