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No están los tiempos y las cosas para estar haciendo chistes, pueden pensar algunos. Sin embargo, el sentido del humor se reivindica en general como imprescindible. De hecho, el mal humor debería figurar entre los principales motivos de preocupación en las encuestas sobre lo que no nos deja dormir a los ciudadanos de este país. Se nota que nos rodea la crispación. Y como crece la intolerancia cada día soportamos menos que alguien trate con humor, se ría o se divierta relativizando los grandes problemas que nos atenazan y que nos hacen más tristes.

Recuerdo una viñeta de Forges, recuperada estos días de orfandad, en la que aparecía un matrimonio de jubilados sentados en sendas butacas y sin televisor. Ella levanta la vista de la calceta cuando él le propone: «Oye María, que te parece si vamos a atracar un banco».

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El oficio de humorista tiene algo en común con el de periodista. Si no incomoda a alguien es que no vale la pena. Lo que a menudo atenta contra la libertad de expresión y contra la responsabilidad profesional de los periodistas y de los humoristas es la agresividad de los intolerantes. Las redes están llenas de insultos, pero ahora las causas comunes alientan a que los comentaristas se envalentonen y sin demasiados reparos se sumen a la fiesta del descrédito ajeno. Y al final, los que deberían llevar aire fresco o los que tienen el ingrato y noble deber de aproximarse a la verdad, se plantean si vale la pena ponerse en la diana de los fanáticos.

La idea de respeto se difumina y se convierte en otro argumento ideológico. Solo puedo reírme de los contrarios a mis ideas pero no acepto ni la más pequeña broma de los que no piensan como yo. Es el sectarismo con mal humor. Muchos han renunciado a los beneficios de reírse de uno mismo, lo que es un buen antídoto a la tendencia a la radicalidad. Prefieren la comodidad del gueto, más que la libertad, que siempre se ha de reconocer a los demás antes que apropiarse de ella en exclusiva.