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Tienes el hábito de acabar la lectura de un libro una vez iniciada. En esta ocasión esa costumbre te ha jugado una mala pasada porque «El fuego invisible», de Javier Sierra, último Premio Planeta, se te atraganta y cada hoja se muda en suplicio. Tal vez el autor erró en el título y el verdadero hubo de ser «El talento invisible»...

Y es estas estabas. Leyendo en una cafetería las andanzas del protagonista en busca del Santo Grial (una vez más) mientras unas criaturas demoniacas intentaban impedírselo... Fue entonces cuando, en la mesa contigua, se sentaron tres niñas que, a lo sumo, tendrían unos trece años, cada una con su móvil de última generación a cuestas. La más bajita era, por decirlo de alguna manera, la jefe del grupo.

No hablaban, gritaban, masticando chicle y soltando tres tacos por cada cuatro palabras. Te interrumpieron, a pesar de tu oposición, la lectura porque, desde su entrada, y ante su griterío, era del todo imposible ya concentrarse en ese fuego invisible...

De repente, la directora del cortejo comenzó a hablar de una chica ausente. Las palabras más dulces para dirigirse a ella fueron «puta» y «calienta braguetas». El resto lo obviarás, por pudor propio y ajeno. Lo que aquella boquita de niñata malcriada soltó logró escandalizarte. Y eso tiene mérito, porque uno, después de treinta y ocho años dando clases, para qué engañarse, ha visto y oído de todo...

Pero la cosa se complicó –y te alarmó- cuando la susodicha decidió mandarle a esa «calienta braguetas» un mensaje de voz vía whatsapp. Reproducirás de memoria únicamente parte de lo que escuchaste, porque hubo fragmentos que –repites- por pudor no piensas iterar. «Disfruta, cerda, de este puente que será para ti el último» –primera perla-. «Te vamos a hacer la vida imposible, guarra». «Cada día te esperaremos a la salida para desfigurarte esa cara de perra». «En el 'insti' te putearemos cada día». «Te vamos a rajar»...

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Mientras tanto, las otras dos niñas reían, complacidas…

Disimuladamente, te las miraste y solo viste en sus ojos odio, un odio inabarcable, profundo, rabioso, que te produjo auténtico pavor. Trece añitos... Y te preguntaste qué tipo de modelo de convivencia verían esas criaturitas en su casa o si, siendo este bueno, sus padres conocían el verdadero rostro de sus hijas... Finalmente, te preguntaste sobre qué sociedad estamos creando para que unas recién nacidas vivan ya con ese rencor tan feroz en sus almas...

Luego, pensaste en la destinataria de esos mensajes. Probablemente sería una niña como ellas. Y que esos contenidos, sin duda, la amedrentarían. Pensaste, sí, en el pánico que tuvo que producirse en ella y en la amargura con la que viviría, a partir de ese momento, el puente de mayo. En su aprensión ante el regreso a las aulas... En su angustia... Y en que nadie parece hacer nada ante situaciones de este tipo, de verdadero acoso aterrador...

Recordaste la multitud de acciones que, en este sentido, se realizan en los centros educativos, pero, ¿y luego? ¿Están los padres a la altura? ¿La sociedad misma? ¿Internet? ¿Los medios de comunicación? ¿El poder judicial?

De tarde en tarde, adolescentes, de manera inexplicable, se suicidan. Tal vez, a la postre, no sean suicidios, sino muertes inducidas por ese odio que emana de niñatos y niñatas consentidos, verdaderos asesinos en la sombra. Porque, como dijo Espido Freire «existen muchos modos de matar a una persona y escapar sin culpa».

No te reprimiste e intentaste averiguar en qué instituto estudiaban para tratar de hacer algo al respecto. Te miraron con asco, te llamaron viejo y te hicieron un corte de mangas. Luego, entre carcajadas, las posibles asesinas por inducción, se fueron del local entre carcajadas. Y tú te quedaste como absorto. Con un profundo asco y una enorme tristeza. Por esa sociedad enferma. Por esas tres niñatas que pueden matar y escapar sin culpa, por su prematura y malsana madurez y porque todo lo narrado es real y a nadie parece importarle. Hasta que llegue el llanto del suicidio ya irremediable...